CUANDO LA HISTORIA SE ESCRIBE CON SANGRE
Un artículo de Adriano Calero
Una canoa en la distancia descansa sobre una gran masa de agua en calma. En ella tres samuráis se muestras muy concentrados. Dos de ellos permanecen en los márgenes de la embarcación, en seiza: de rodillas y sentados sobre sus talones. En el medio destaca el auténtico protagonista de la secuencia, quien viste un kimono de un blanco impoluto. Antes de perder el equilibrio, se arrodilla y, tan constreñido como apasionado, se entrega al sake y a la escritura de un poema a mano alzada. Una suerte de obra pictórica, una despedida. Tras cada trazo aparece una pulsión de vida en su rostro, aunque, paradójicamente, le espera la muerte. La que él mismo se autoinflige. La que otros solicitan. Pues no estamos solos, hay más espectadores en la pantalla.
Desde tierra firme otros tres samuráis observan impacientes y uno en especial desespera frente a la espera. Todos lo conocemos, fuera de la ficción se llama Takeshi Kitano y dentro de ella, sobre todo en esta escena, se comporta como el recordado Beat Takeshi de Humor Amarillo (1986). Aquí es un Señor de la Guerra del siglo XVI llamado Hideyoshi. Y no entiende de poesía, tan solo de muerte. Por eso, el suicida toma una daga (o tantō) envuelta en un pañuelo, también blanco, y dicha pureza textil desaparece ante el chorro de sangre que emana de su vientre. Como si el puñal fuera un pincel y su barriga un lienzo en blanco. Pero antes de que el sufrimiento (divertimento en el rostro de sus enemigos) sea excesivo, uno de sus acompañantes le secunda y, con un único movimiento de sable, le decapita. La cabeza cae al agua, mientras los observantes la reclaman entre exclamaciones de ridícula preocupación. Por la conservación de la misma, que la vida poco importa.
Así avanza la última película como director de Takeshi Kitano titulada Kubi (2023), cuya traducción literal sería “cuello” o incluso “cabeza”. Los motivos para semejante título son evidentes, la intención y el tono del film quizá no tanto. Pero acabamos de presenciar un suicidio por ritual samurái llamado harakiri o, formalmente, seppuku, y, todo y la gravedad del asunto, no hay espacio en la secuencia para la solemnidad, la belleza y el honor que siempre se han pretendido del pasado samurái. Ni para la sorpresa trágica, entre la incomprensión y la aversión, que uno esperaría en la mirada actual, occidentalmente globalizada. En manos de Kitano, esta muerte coreografiada cae en un patetismo delirante, deliberadamente irrespetuoso con el belicismo precedente. Alejada tonal y visualmente de la maestría acromática de Seppuku (1962), Kubi plantea la misma denuncia desde las antípodas. Sin tragedia ni lágrimas, mas con la festividad sangrienta que caracteriza al director nipón. Una violenta crítica sobre la violencia, tan cruelmente verosímil que resulta cómica. Pero vamos por partes, que aún queda mucho cuerpo.
KITANO AÚN NO HA PERDIDO LA CABEZA
Kubi es, ante todo, una película histórica. La adaptación fílmica de un acontecimiento de máxima importancia, ocurrido en el Japón feudal del s. XVI: el incidente de Honnō-ji (recordada y sorpresiva matanza en el Templo Honnō de Kioto). Una traición acaecida en 1582, que determinó la evolución política del archipiélago y que implicó a numerosos samuráis de alto rango y al daimio, jefe y señor de todos ellos, Oda Nobunaga. De hecho, Kubi empieza un poco antes, acercándonos progresivamente a la razón del conflicto. deconstruye lo sucedido a partir de la intención original de Nobunaga de unificar el país bajo su mando, confiando en la fidelidad y en la espada de sus vasallos para ampliar sus territorios. Pero pronto uno de sus generales, Araki Murashige, se rebela y desaparece, provocando la ira de Nobunaga y una orden de captura que promete la sucesión real.
A partir de aquí, al espectador le espera un juego de tronos samurái, en el que es muy fácil perderse. Al que uno entra (de no haber leído esta crítica) atraído por la magnificencia de la épica, empujado por una saludable intención de asimilación histórica y un no tan sano apetito bélico. Pero Kitano lo tiene claro, no se puede asumir lo incomprensible. Y, en consecuencia, en Kubi nos invita al caos de unas batallas libradas por clanes y estandartes de colores totalmente intercambiables. Protagonizadas y originadas por una sucesión de personajes, nombres y perfidias inasumibles en tan poco tiempo (aunque la película dure 131 minutos). Hideyoshi, Nobunaga, Murashige, Mitsuhide, Ieyasu, Kanbei, Hidenaga, Mosuke, Hannya… Samuráis, ninjas, granjeros, artistas, asesinos y embusteros. Todos ellos importantes. Todos ellos interpretados por rostros que, a pesar de la caracterización, dotan al personaje de una verdad indiscutible.
Porque a Beat Takeshi (Kitano en pantalla), le siguen Tadanobu Asano, Kenichi Endō, Hidetoshi Nishijima, Susumu Terayima, Ittoku Kishibe, Ryo Kase y Nao Ômori, entre otros. Actores del pasado y del presente nipón que elevan la película a una dimensión que está más allá de la ficción. Figuras de la interpretación intrínsecamente ligadas a la magia cinematográfica de Takeshi Kitano y a la grandeza del cine en general. Algunos de ellos ya formaban parte de su primera apuesta fílmica, Violent Cop (1989), mientras que otros se fueron sumando o repitiendo en películas como Sonatine (1993), Hana-Bi (1997), Brother (2000), Dolls (2002), Zatoichi (2003) o incluso en la más reciente saga Outrage. Por lo general, personajes desquiciados al borde del abismo… Yakuzas de la ilusión pretérita que siguen siendo mafiosos en nuestra memoria, aunque en Kubi vistan de kimono y lleven el corte chonmage.
Estamos, pues, ante una sana obsesión a la que Kitano ha sabido sacarle partido. La riqueza de un guión que apunta en varias direcciones así lo demuestra. Con elementos que se manifiestan en algunos casos como una aparente travesura del director, emergiendo entre los enredos del poder y de la ambición desmedida, pero que realmente responden a un estudio exhaustivo de la época. El fanfarroneo suicida marcial, la infantilidad masculina, la homosexualidad samurái (ya descrita en Gohatto de Nagisa Oshima), la capacidad artística de los ninjas, la rígida jerarquía social, el sometimiento total al poder o incluso la diversidad racial, cultural y religiosa existente. Todo ello en una película con vocación testamentaria que demuestra, paradójicamente, la eterna juventud de Kitano. Un cineasta que puede seguir caminando con la cabeza bien alta.