Un artículo de Juan Pais
Estamos en 1944. La Segunda Guerra Mundial ya se acerca a su fin. Inglaterra, que había sido duramente castigada, necesita evadirse del drama del conflicto y volver a sonreír. También precisa de una reafirmación nacional tras haber sido amenazada su integridad por la Alemania nazi. Así es como nace Un cuento de Canterbury, una agradable película que ensalza el modo de vida inglés en su acepción más representativa y pintoresca.
Los iconoclastas Michael Powell y Emeric Pressburger, dúo de cineastas conocidos como The Archers — así figuran en los títulos de crédito —, estaban en un momento muy dulce de su carrera, habiendo dirigido el año anterior la excelente Coronel Blimp (The Life and Death of Colonel Blimp, 1943), una de sus películas más prestigiosas. En plena guerra, cuando el cine de los países aliados contribuían al esfuerzo bélico con películas propagandísticas, Powell y Pressburger eludían estas para incidir en una visión benevolente de su tierra, que subraya la esencia más genuina de esta.
A pesar del título, Un cuento de Canterbury no adapta ningún cuento de Geoffrey Chaucer. Sin embargo, está impregnada del espíritu de esas obras. Narra el viaje, en este caso de unos personajes contemporáneos, a la ciudad donde se halla la tumba de Sir Thomas Beckett. Hay que entender el sentido cristiano del peregrinaje, un continuo e incesante camino en busca de la perfección, para captar la trascendencia de Un cuento de Canterbury.
El breve prólogo, evocador de la peregrinación medieval a Canterbury — que finaliza con una lograda elipsis que transforma a un halcón en un avión militar — atrapa al espectador. La película sigue con la llegada de tres forasteros a la ciudad de Chillingborne. Son dos sargentos, uno americano y el otro británico, y una trabajadora de un comité agrícola. Los tres tienen heridas (el sargento americano siente que su chica le ha olvidado, el sargento británico ve frustrada su carrera musical y la chica ha perdido a su novio, muerto en combate). De repente, algo inaudito pasa. Amparado en la oscuridad, alguien arroja una sustancia pegajosa en el pelo de la chica. Según les comentan, es algo que últimamente sucede con frecuencia. Esa misma noche entra en escena el cuarto personaje principal de la historia: se trata del señor Colpeper, juez e historiador local, del que se sospecha que pueda ser el agresor. Colpeper es un hombre circunspecto y aparentemente aburrido. Amante de la historia local y defensor de sus tradiciones, le envuelve un aura de misterio algo inquietante.
El nudo de Un cuento de Canterbury aborda las pesquisas para descubrir al hombre del pegamento. Esto se desarrolla de manera divertida, con una investigación propia de detectives aficionados — incluso participan en ellas niños —. Poco a poco el espectador se percata de que el incidente del pegamento es un pretexto, puesto que el propósito de Powell y Pressburger es otro. Precisamente por eso se eligió no un delito, sino una broma. Los delitos, además de punibles, merecen rechazo social mientras que las bromas son recibidas con buena disposición y los bromistas festejados.
¿Y qué pretenden The Archers con Un cuento de Canterbury? Pues simplemente reflejar el talante de su país mediante el retrato de la vida pueblerina. Los habitantes de Chillingborne son personas apacibles y bonachonas, algo socarronas. No parecen tener prisa ni tomarse nada demasiado en serio. Los visitantes encajan con ellos impecablemente. Un buen ejemplo se puede hallar en la deliciosa conversación sobre madera de olmo entre el sargento americano y un carpintero local que señala sus similitudes, otro es este diálogo entre el sargento americano y un homólogo británico durante la conferencia de Colpeper, cuando este le informa a aquél que tiene a un primo en América y le pregunta si lo conoce.
Algo que aleja a Un cuento de Canterbury de las películas propagandísticas coetáneas es su optimismo. La mayoría de los personajes se muestran vitalistas — excepto el señor Colpeper, y tampoco es un ogro —. Es una comedia costumbrista en la que el humor matiza todo el relato; su tono es amable, entrañable. La fotografía de Erwin Hillier resalta el citado optimismo iluminando diáfanamente los espacios naturales, que son reflejados casi como jardines encantados. En cambio, en las escenas nocturnas las imágenes son expresionistas, en contraste con las diurnas.
Con sus interpretaciones frescas e inspiradas, los actores potencian el libreto de Powell y Pressburger. Ellos son Dennis Price, futuro protagonista de Ocho Sentencias de Muerte (Kind Hearts and Coronets, 1949), la debutante Sheila Sim y otro actor poco experimentado, John Sweet, tanto que no era profesional de la actuación y fue contratado para actuar porque prácticamente se interpretaría a sí mismo, un soldado americano destacado en Inglaterra, lo que se creía — acertadamente — que imprimiría espontaneidad. Eric Portman, más avezado, da vida al señor Colpeper.
Un cuento de Canterbury no es la película más popular de Michael Powell y Emeric Pressburger. Tal vez sea menos extravagante que otras, y posiblemente esto se deba a que se imbuya de cierto ascetismo religioso, inevitable por el tema que trata. El final se desarrolla en la catedral de Canterbury, y allí los protagonistas curarán sus heridas, a lo que contribuye la suerte de purificadora experiencia mística que tratan de reflejar The Archers.