LIBERTAD DE PENSAMIENTO
Un artículo de Adriano Calero
Del clásico de la literatura inglesa escrito por Emily Brontë, Cumbres borrascosas (Wuthering Heights), se han hecho (y se seguirán haciendo) considerables adaptaciones. En teatro, en radio, en televisión y, evidentemente, en el formato que aquí nos ocupa: el cine. Desde la versión homónima que realizó William Wyler en el año 1939 (asimismo un clásico, pero cinematográfico), con Laurence Olivier, Merle Oberon y David Niven en los papeles protagonistas, pasando por versiones más transgresoras como Abismos de pasión (1954) de Luís Buñuel o Hurlevent (1985) de Jacques Rivette, hasta llegar a nuestros días con otra aportación homónima dirigida por Andrea Arnold (más conocida por American Honey). Pues bien, el nombre de Emily Brontë ha vuelto a dar motivos de conversación analítica y, si ustedes lo leen, es porque en Sitges también. Pero, en este caso, no se debe exclusivamente a su célebre y única obra publicada, ni a las adaptaciones posibles, sino a la relación que ésta pueda tener con su propia figura y memoria. Porque Emily Brontë ya no es solo la escritora de Cumbres borrascosas, ni tan siquiera su pseudónimo Ellis Bell. Ahora Emily Brontë es Emily, a secas, la hija, la hermana, la amante, la brillante y compleja persona, la mujer. Y asimismo Emily es Emily (Frances O’Connor, 2022), el biopic que compite en esta edición del Sitges Film Festival, para bien.
Emily es otro de esos títulos imprescindibles de la sección oficial, pero es también una película incluida en el marco de Woman In Fan, un programa pensado para la visibilización y la incorporación de la mujer creadora en la cinematografía fantástica; ya que es otra mujer, la experimentada actriz británica Frances O’Connor (Mansfield Park, Inteligencia Artificial, La importancia de llamarse Ernesto, entre otras), la responsable de esta particular visión sobre la vida de Emily Jane Brontë. O’Connor ha dado el salto a la dirección, asumiendo igualmente la escritura del guion, y ya en su ópera prima ofrece una madurez discursiva (y formal) a tener en cuenta. Aunque, en Emily, el rol de historiadora viene implícito en el papel de cineasta y O’Connor se ha documentado tanto que también se ha permitido estirar la verdad. Se nos presenta un vida posible, creíble, tan plausible como trágica, tan tramposa que, como todo buen film, hace atractiva hasta la maldad. He aquí la naturaleza del género biográfico.
Por un lado, O’Connor recupera y presenta la vida victoriana en un contexto rural y lo hace aprovechando todo su esplendor visual (vestuario, arquitectura, iluminación) y cultural (la fe, la retórica de la época, las dinámicas de la sociedad), pero, deliberadamente, O’Connor se permite, más bien potencia, el filtro de una mirada actual. En ese sentido el propio inicio es toda una declaración de intenciones. Mientras la imagen nos invita a soñar con un tiempo pasado, la música compuesta por Abel Korzeniowski (Un hombre soltero, Animales nocturnos, Penny Dreadful) descubre bajo un manto de clasicismo sonoro una base electrónica que invita a soñar con la modernidad. El título fucsia sobreimpreso en pantalla refuerza dicha intención, aunque O’Connor promete mucho más de lo que realmente ofrece. Y la banda sonora sufre un exceso de musicalización que redunda en su pretensión dramática. Es cierto que recurre a un lenguaje cinematográfico que tiene atisbos de transgresión: elipsis temporales representadas con breves apagones visuales, montajes de transición musicalizados que aceleran un tiempo fílmico ya de por sí errático, miradas a cámara de una protagonista que, sin importarle su entorno, sí busca la complicidad del espectador, pero poco más. Finalmente O’Connor se mantiene en la comodidad de lo comúnmente aceptado. Y no por eso hay menos magia, tan solo algo de contradicción.
Sin emgargo, en los momentos que O’Connor prescinde de la intención renovadora y se mantiene en la emoción del cuadro, paradójicamente, es cuando resulta más rompedora. En especial cabe destacar tres secuencias, las tres separaciones que sufre Emily, que repiten un patrón formal similar: la despedida de Emily con su hermano Branwell a través de una sábana blanca, la ruptura de Emily con su amante a través de una puerta cerrada y la despedida póstuma de Emily con su hermana a través del recuerdo. Momentos del todo memorables donde el plano contraplano es separación espacial, pero unión emocional. O’Connor demuestra con ello un dominio de la lingüística fílmica y, en especial, del uso del primer plano, tan importante en la película como los grandes planos generales que en menores ocasiones se apoderan de la imagen. Por un lado, la directora nos mantiene en el espacio privado de la protagonista, pues su naturaleza es protagónica, pero la relación de ella con todo aquello que la rodea (y la inspira), la naturaleza del paisaje, aún lo es más. Pero no todo es imagen.
Si hay un trabajo creativo que subyace en la película de manera magistral, recuperando el romanticismo artístico de la época, es el trabajo de diseño sonoro. Perfectamente podríamos hablar de un naturalismo en la imagen frente a un romanticismo sonoro que efectivamente representa la desmesura de la pasión. Porque en Emily la libertad de pensamiento no es solo un tatuaje perentorio, sino un grito, casi un reclamo, al infinito. En Emily las pulsiones sexuales no son solo una excusa para la épica del travelling, sino el eco de una poesía que suena y resuena en el victimismo de un amor en conflicto. En Emily la tragedia no es solo un llanto en plano fijo, sino el vacío de un silencio que se apodera de la pantalla y de la sala por igual. En Emily hay todo esto y mucho más.