A principios de los años setenta, Gary Valentine, un adolescente de Los Ángeles, conoce a Alana, una joven de veinticinco años. A pesar de la diferencia de edad, sienten una atracción mutua. Su relación atraviesa distintos altibajos mientras se ven envueltos en varias aventuras con personalidades del mundo del cine y la política.
Paul Thomas Anderson ha vuelto a casa, y lo ha hecho con una película brillante. Tras la inquietante y excéntrica El Hilo Invisible (Phantom Thread, la despedida de Daniel Day-Lewis), el director y guionista, ya consagrado como un clásico moderno, ha regresado a sus orígenes. Licorice Pizza retoma varias de las constantes de la obra de Anderson, tanto temáticas como formales. Por ejemplo, al protagonista masculino le obsesiona triunfar económicamente en los negocios de la interpretación, las camas de aguas y el pinball; al estilo del modista de El Hilo Invisible, el fundador de una religión en The Master, el petrolero Daniel Plainview, el vendehúmos al que daba vida Tom Cruise en Magnolia, el actor porno Dirk Diggler de Boogie Nights o, incluso, el tahúr de Hard Eight. Además, la relación de la pareja protagonista oscila entre la fijación obsesiva y el odio mutuo. En la película predominan las secuencias largas rodadas con steady cam y unas coreografías de precisión enfermiza, hay varias discusiones acaloradas por teléfono y la ciudad de Los Ángeles, en concreto una versión idealizada del valle de San Fernando, es un personaje más de la historia.
La banda sonora ecléctica de Johnny Greenwood queda en un segundo plano frente a la exquisita selección musical de Paul Thomas Anderson, que nada tiene que envidiar al ejercicio de melomanía de Quentin Tarantino en Érase una vez en Hollywood (Once upon a Time in Hollywood, 2019). La música diegética de Licorice Pizza cuenta con canciones de David Bowie, Wings, Sonny & Cher, Chuck Berry y Taj Mahal, las cuales nos transportan a los apocalípticos comienzos de los años setenta, con declaraciones televisivas de Richard Nixon y largas colas en las gasolineras para repostar debido a la crisis del petróleo. No en vano, en una escena evocadora, el protagonista corre entre los coches parados y le grita a su hermano: “¡Es el fin del mundo!”. No es difícil trazar paralelismos entre aquella época y la presente.
Además de por la dirección y la historia escrita por él mismo, las películas de Paul Thomas Anderson también suelen destacar por la dirección de actores. La pareja protagonista de Licorice Pizza son los debutantes Alana Haim y Cooper Hoffman. La primera pertenece al grupo musical Haim, algunos de cuyos videoclips ha dirigido el propio Anderson. El segundo es el hijo del añorado Philip Seymour Hoffman, el brillante actor fetiche de Anderson, presente en su filmografía desde sus inicios. Ambos protagonistas resultan naturales y humanos, se agradece ver a un par de personas de aspecto mundano en lugar de a tantos actores cincelados. El plantel de secundarios es una delicia y comprende a las otras dos hermanas Haim, Este y Danielle, Ben Safdie (uno de los actores de moda tras dirigir junto a su hermano las excelentes Good Time y Uncut Gems), Tom Waits y los cameos de Maya Rudolph y John C. Reilly, esposa y amigo íntimo del director, respectivamente. La película también recupera a Sean Penn, a quien no se veía tan en forma desde hace una década. Y especial atención merece el papel de Bradley Cooper, que da vida al polémico Jon Peters y hará las delicias de los cinéfilos en una de las secuencias más delirantes y divertidas de la película.
Gracias a la historia sencilla y humana, la narración ágil y creativa, un reparto entregado y una ambientación interesantísima, Licorice Pizza es una película brillante y divertida, una alegría digna de ver en la gran pantalla. Quizá estemos ante una de las mejores películas de Paul Thomas Anderson, a la altura de Boogie Nights y Magnolia, rebosante de cine, emoción y talento.