LA MUERTE ES EL PUNTO DE PARTIDA
Un artículo de Adriano Calero.
Cuando uno lee las reflexiones de Yamamoto Tsunetomo sobre la práctica samurái (Hagakure, El camino del Samurái), lo que más sorprende de tan increíble retrato es la capacidad suicida de semejantes guerreros, antes caracterizados por una honrosa aceptación de la mortalidad que por un violento instinto asesino. Y aunque en dicha determinación la vida nunca forma parte de la ecuación, es fácil percibir la diferencia (y cierta poética) en la filosofía que recoge Tsunetomo. Tan solo un cambio de perspectiva, sutil, pero aplastantemente revelador, corrige el gran equívoco que ha acompañado a lo largo de la historia a quien ha blandido la espada, ya sea una katana o un arma de corte medieval. Porque, según Tsunetomo (y la clase marcial a quien representa), “el camino del guerrero es la muerte”. No matar, sino morir. Morir huyendo de una vida indigna en la defensa de un señor y un clan. Y mientras tanto, vivir… Vivir como si uno ya estuviera muerto. Vivir sabiendo morir en cada instante, siempre dispuesto a que el destino confirme lo inevitable.
Sin embargo, por mucho que tan elevado arrojo haya dado lugar a numerosas páginas escritas, a más de una saga guerrera y a cientos de leyendas, todos imaginamos (todavía más si es desde un presente de paz) la imposibilidad de una renuncia serena a la existencia cuando, a priori, es la vida lo único que realmente nos pertenece. Ya sea en el marco del Japón feudal o de la Europa medieval. Así sea a través de la mirada cinematográfica del realizador nipón Masaki Kobayashi y de su magistral película Harakiri (Seppuku, 1962), o gracias a la más reciente aportación fílmica de David Lowery: El Caballero Verde (The Green Knight, 2021). Siendo ésta última no tan solo una historia de confrontación con la muerte, sino que, como su título revela, es asimismo una nueva adaptación del famoso relato artúrico Sir Gawain y el Caballero Verde.
Tanto en el romance métrico escrito en el siglo XIV por el Poeta Pearl (pero editado en el siglo XX por el archiconocido J. R. R. Tolkien), como en la película de Lowery, la historia nos cuenta cómo Gawain, hijo de la hechicera Morgause y, por tanto, sobrino del rey Arturo, es un caballero de Camelot que, debido a su juventud, aún no ha podido demostrar su valía. Por eso, cuando un caballero gigante y extrañamente verde se aparece en el banquete de Año Nuevo, empuñando un hacha y retando a todos los presentes, es Gawain quien acepta la contienda y en consecuencia una prueba. El caballero verde pide ser atacado con su propia arma y asegura que no opondrá resistencia alguna, pero, si sobrevive, aquel que le ataque deberá acudir a él, al finalizar el año, para recibir el mismo golpe. Gawain duda pero deja caer el hacha, decapitando con un único golpe a su oponente. Sin embargo, como era previsible, la cabeza rueda hasta volver a su dueño quien, aún con vida, le recuerda verbal y enérgicamente el acuerdo entre caballeros pactado previamente. El tiempo empieza a correr. Tan solo una vuelta alrededor del Sol separa a Gawain de su muerte. Y aún así debe salir a buscarla, entregarse a la aventura fuera de la protección de Camelot, hasta alcanzar la capilla verde y, en principio, la decapitación.
A HOMBROS DE GIGANTES
Ya lo ven, puede que fuera Tsunetomo quien dibujara el camino del guerrero en un tono directo y explicativo, casi a modo de decálogo, pero ya se podía apreciar tal entrega mortal en el código de honor caballeresco. Aunque en los relatos europeos del medievo, así como en toda buena narrativa, había además una moral a descubrir implícita en el acertijo literario, en los personajes y en el devenir de los acontecimientos. Había y, gracias a Lowery, sigue habiéndolo. Pero el director estadounidense (además de escritor, montador y productor) no se conforma con repetir la historia, sino que la actualiza. Aprovecha el enigma inicial y la aventura que le sigue (entre gigantes, un zorro parlanchín, asaltantes de incautos inocentes o bajo el amparo de una santa fantasmagórica que ha perdido literalmente la cabeza), pero abandona cualquier tipo de alusión religiosa (tan presente en la obra original) y reescribe los arquetipos que habían conformado la épica clásica (a destacar un enfermizo Arturo y un cobarde Gawain, ambos entrañables) provocando, en consecuencia, un renovado final.
El resultado es una película de aventuras totalmente genuina que huye de lo establecido. Más cerca de Bresson (Lancelot du Lac, 1974) que de Fuqua (King Arthur, 2004), Lowery parece haber tomado de referencia, entre las cuatro adaptaciones previas, a la maravilla de la animación Sir Gawain and the Green Knight (Tim Fernee, 2002). Con cuyos 25 minutos comparte una perceptible obsesión estética, la capacidad de encadenar planos a través de la rima visual (en la animación, también sonora) y la abstracción de unas personalidades que, todo y bailar al son de una llamativa mascarada espacial, son claramente el centro de la imagen. Porque Lowery expone su concepción del género fantástico a la vez que discursa sobre el género humano, sin renunciar a la autoría que le caracteriza ni al cuidado que invierte en la construcción de personajes: En un Lugar sin Ley (Ain't Them Bodies Saints, 2013), Peter y el Dragón (Pete's Dragon, 2016), The Old Man & the Gun (2018) o la película que, entre otros aspectos a destacar, le valió el premio a mejor fotografía en la 50ª edición del Festival de Sitges, A Ghost Story (2017).
Ahora, en The Green Knight, repite con el director de fotografía, Andrew Droz Palermo, y pese a que en Sitges no ha competido, clausura el Festival y se impone en la memoria a todas las proyecciones anteriores, mientras espera ser revisionada en la aplicación de Amazon Prime (a partir del 28 de octubre). El sello cinematográfico A24 avala, pero Amazon distribuye. Paradójicamente, es The Green Knight una película pensada y creada para ser vista en una sala de cine. O en una pantalla de grandes dimensiones. Ni las escenas de acción ni la escala son el motivo, pues, al margen de algunos planos generales, la cámara acompaña principalmente a los protagonistas. Como Bresson, Lowery se debe a sus modelos: Dev Patel, Alicia Vikander, Joel Edgerton, Sarita Choudhury… La fantasía resiste en el diseño de producción, mientras los rostros de los intérpretes mencionados siguen ofreciendo la veracidad de la carne. Sudor, sangre y esperma. Visualmente abrumadora, Lowery (y Droz Palermo) consiguen una puesta en escena hipnótica, por magistral, tan lírica como espectacular, tan moderna como respetuosa con la época, cuyo trabajo cromático satisface cualquier expectativa.
VERDE QUE TE QUIERO ROJO
Tratándose Sir Gawain y el Caballero Verde de una obra que viste el color en el título y que asimismo fue concebida para evocar desde los matices de la pigmentación, era evidente que Lowery utilizaría una precisa paleta cromática para reforzar su punto de vista. No obstante, el director acoge en su película los colores que le son dados por el precedente literario, el verde y el rojo, pero los relega a un papel tan importante que se muestran solamente en los momentos fundamentales. El motivo está en sus múltiples significados. En la mitología celta, de la cual bebe esta historia, el verde representaba lo demoníaco, el embrujo, lo desconocido y, adicionalmente, la naturaleza, sinónimo de longevidad, fertilidad, renacimiento… O más alejada de un discurso bucólico post-covid, descomposición, toxicidad, una naturaleza inclemente y aleccionadora. En cambio, el rojo, su fiel complemento, siempre ha simbolizado el fuego, la pasión, la energía, acción y fuerza. Y en su tonalidad más intensa, el gules, un color heráldico. Por eso es verde el caballero y rojo el escudo de Gawain, verde la capilla y roja la sangre que ha de correr.
Con todo, siendo igualmente The Green Knight una desmitificación de la masculinidad épica, Lowery juega inteligentemente a la omisión del rojo y lo relega sobre todo al cartel promocional, el cual conecta con la fama nobiliaria que rodea a Sir Gawain, mas no con la realidad del personaje que el director pretende mostrar. De hecho, Lowery se decanta por una temperatura de color más bien fría, salpicando el cuadro de azules y grises, o dejando un rastro de verde agua, en una composición cercana al acromatismo que matiza a la perfección la ausencia de vida a la que se enfrenta Gawain (adicionalmente presentado como una sombra en algunos momentos de su campaña) y que apela por añadidura a lo onírico, perfilando un mundo más fantasmagórico que celestial.
En ese sentido, la banda sonora de The Green Knight, siempre en manos de Daniel Hart cuando al cine de Lowery se refiere, suma en la misma dirección, valiendo tanto como la fotografía. Con piezas musicales como “I promise you will not come to harm”, Hart completa el universo de Lowery a la vez que sostiene la sensibilidad de nuestro protagonista. Porque Gawain nunca fue un caballero intachable. Era ya en el recuerdo un héroe con temores e inseguridades que lo hacían humanamente cercano. Siempre luchó contra las tentaciones, frente a sus propios fantasmas y a su propia debilidad. Y no solo en el campo de batalla… En el artículo de Vern L. Bullough, Ser un hombre en la Edad Media, el historiador habla de Sir Gawain y destaca cómo el joven caballero no representaba la masculinidad medieval, pues dicha virilidad se valoraba en términos de apetito y actividad sexual. Por otro lado, en su ensayo "La Cabeza de Medusa”, Freud desarrolló la idea de que la decapitación simbolizaba la ansiedad sobre la castración. Y en The Green Knight tenemos tanta ansiedad como falta de apetito.
Por todo ello, resulta evidente que la historia de Sir Gawain y el Caballero Verde era la idónea para un tiempo que exige la reescritura de lo masculino, pero que en manos de Lowery supone mucho más que la aportación de nuevos referentes. En The Green Knight el cineasta ensaya pócimas cinematográficas, mezclando colores, lenguaje y sabias decisiones creativas y, cual Merlín de largas barbas y párpados tatuados (alucinante caracterización de Emmet O’Brien), consigue dar con un resultado mágico y, de no ser por su elusión religiosa, tambéin divino. Verde como el Grial, rojo como la sangre de Cristo. Y como el vino. Ante el cual uno puede escribir páginas infinitas. O simplemente brindar…
Alcemos las copas por un festival que ha ofrecido ejemplos mayúsculos de la presente cinematografía y por una obra (casi) maestra que lo clausura como si fuera un pistoletazo de salida.