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16 d’octubre del 2020

Sitges 2020: Saint Maud (2019)



Un artículo de Carles Martinez Agenjo.


Rose Glass: un oscuro camino a seguir

Uno de los rasgos que distingue Sitges de otros festivales es la barbaridad de secciones, películas y actividades que reúne de forma simultánea. Como bien decía el compañero de trinchera Joaquín Vallet: ¡¡Sitges es un monstruo!! No sólo por el gorila que le da cuerpo, sino porque, se mire por donde se mire, resulta imposible abrazarlo entero. Por eso hay itinerarios para (casi) todos los paladares. ¿El más frecuente? El picoteo de propuestas. Pero también hay quien llega aquí en busca de contenidos más específicos. Más nocturnos. Más exploit. Evidentemente, no detallaremos cuáles son –Adriano Calero ya se ocupó de ello en la introducción de este Sitges Film Festival 2020–, pero está claro que la película que hoy nos ocupa tiene mucho que ver con un público selecto que, desde el primer día, rastrea con olfato de sabueso a través del mastodóntico programa en busca de títulos, directores, guionistas y hasta productoras que le hagan arquear las cejas delante de la pantalla del ordenador.

Hablamos de cine que genera expectativa. Hablamos de Saint Maud (2019), la nueva sensación distribuida por A24. ¿Les suenan títulos como Midsommar (2019), Under the Silver Lake (2018) o The Witch (2015)? En todos ellos aparece el logo A24. Se trata de una productora que ha ganado adeptos en certámenes como Sitges, Cannes y Sundance, con títulos que comparten un cuidado por la forma. Un cariño depositado en la puesta en escena. En la composición. En el montaje y el uso de la banda sonora. Hablamos de genio y de ingenio. De un cine que parece sacado de una bodega con denominación de origen. O esa es la intención.

La gran sorpresa que brinda Saint Maud es que no sólo debemos percibirla como la nueva gran apuesta de A24, sino como el espléndido debut de una directora. Se llama Rose Glass, nacida en Chelmsfort, y su ópera prima es uno de los imprescindibles de la temporada. La historia de una enfermera afincada en Scarborough, una tranquila localidad de Yorkshire con vistas al Mar del Norte. Un lugar idóneo para el flanneur, para paseos interminables entre largas playas, verdosos parques y fortalezas medievales. Bueno, esto es lo que, a grandes rasgos, encontrará el turista de fin de semana. El problema –o mejor aún, la virtud– de la película es que la realizadora hace con Scarborough lo que quiere. O dicho de otra forma más adecuada al público de Sitges: Rose Glass confecciona algo verdaderamente similar a lo que Nicolas Roeg hizo con Venecia en aquella maravilla fantasmagórica que es Amenaza en la sombra (Don't Look Now, 1973). Convertir una ciudad de postal en una auténtica pesadilla infernal. Una suerte de lifting urbanita que enturbia y oscurece la endulzada realidad a la que Google Imágenes nos tiene acostumbrados.


La Yorkshire que veremos aquí parece huir de la luz diurna. Es una Yorkshire mayoritariamente de interiores. Que mira hacia dentro. Que se sumerge en el espesor de la locura. Del desajuste. Y es en la oscuridad de esta ciudad –que cuenta con el magnífico trabajo de fotografía del joven Ben Fordesman– donde la protagonista, interpretada por Morfydd Clark en una extraña combinación de estoicismo y crispación histriónica, convive inundada de tinieblas con un escarabajo que serpentea por la pared de su cuarto y la imponente imagen de un crucifijo en contrapicado que le habla en fuera de campo.

Hagan memoria. O no se preocupen. Ya nos encargamos nosotros. En una formidable secuencia de la mentada película The Witch –gran debut de Robert Eggers en la dirección– la actriz Anya Taylor-Joy miraba a cámara contemplando asustada un cabrón de pelaje negro y cuernos retorcidos que le hablaba en fuera de campo y que tentaba a la muchacha para que ingresara en los placeres del averno.

La voz que Maud escucha a oscuras en su piso no es la del diablo, sino la de su eterno opuesto. Es una voz que habla en hebreo. Es la voz de Dios. O eso cree. Pero también se escucha en fuera de campo. También implica una feminidad que mira a cámara como si nos estuviera interpelando a nosotros, los espectadores. Es una mirada, en definitiva, que también nos hace partícipes de su tenebrosa intimidad.

Y, así las cosas, del recuerdo de una aprendiz de bruja parida bajo el amparo de A24 nos centramos en Saint Maud. Algo así como su prima hermana. También enfocada en los símbolos y gestos de una feminidad en tránsito. Pero en esta ocasión, no asistimos exactamente a un proceso de ascensión, sino al terrible calvario de una chica que se enfrenta a la superación de un trauma reciente que ha trastocado completamente la percepción de su entorno.

La Kate estudiante que cuidaba a personas mayores en un hospital público y que salía de fiesta con sus amigas, ya no existe. Ahora se hace llamar Maud, vive en solitud, trabaja de enfermera doméstica para Amanda, una ex bailarina profesional consumida por el cáncer –un personaje en pugna que Jennifer Ehle encarna a medio camino entre el desencanto y el vitalismo– y con la que establece una siniestra relación de deseo y rechazo, en la tradición de las mejores tormentas emocionales.

Un detalle. Cuando Maud entra a trabajar en la mansión de Amanda, ésta repara en un colgante que su rígida cuidadora luce sobre el pecho. Una medalla dorada que, por lo visto, no es frecuente entre quienes integran el gremio de creyentes: la imagen de María Magdalena. Ni se les ocurra pensar en la versión moderna de la que hablaba Dan Brown en el sobrevalorado best-seller El Código Da Vinci (2003). Estamos hablando de la Magdalena que dicta el cristianismo más occidental: la prostituta penitente. Y es en esta imagen –la de una feminidad penitente– donde la película se despliega como la crónica del gran martirio de nuestro tiempo. Un viaje de no retorno que nos permite asistir en primera persona a los días más pesados de una joven que arrastra la culpa como si de una cruz se tratara. Que se entrega a la fe católica sobre un camino de piedras y clavos con la misma convicción que un fundamentalista religioso. Un camino de tortura y expiación donde la protagonista nos recuerda que, en esta época –la nuestra– en la que las pandemias parecen haber nublado la memoria de los atentados; en esta época de COVID-19, sí, pero también de Niza, Les Rambles y Charlie Hebdo, el fanatismo más irrefrenable se esconde en el bar de la esquina. En el paseo de enfrente. En la playa de al lado.


Y antes de cerrar, una última comparación. Si me permiten. Citábamos The Witch, pero pensándolo mejor, Saint Maud, en el fondo, no se le parece ni en el tono. Si recordamos la inquietante película de Eggers como, quizá, la película de terror más convencida y afectada de la productora A24, Saint Maud sería la que mejor sabe rebajar densidad al tema del que trata. Que no es otro que la enfermedad. Saint Maud sería, en este sentido, la que mejor sabe combinar la intriga y el miedo con la más sutil de las bromas. Porque Rose Glass habla –lo hemos dicho– de la locura. De una persona que se rompe por sus creencias. Por su convencimiento. Como el Brad Dourif de Sangre Sabia (Wise Blood, 1979). Y nos lo cuenta desde dentro. Desde el interior de Maud, de la ciudad en la que deambula por las noches, de la destructiva relación que forja con la mujer a la que cuida. Pero la cineasta también sabe darle la vuelta al autocastigo al que se somete la protagonista. También sabe arrancar la risa cruel en el momento más climático. Con planos que estallan como un relámpago y que revelan en la peor de las angustias un sustrato cómico. Vitriólico.

Así de doloroso. Así de morboso. Así de contemporáneo. De posmoderno, si se quiere. Ya lo saben. Rose Glass: la directora sofisticada. Rose Glass: la guionista astuta. Rose Glass, una voz que no inventa nada nuevo, pero nos recuerda que, a veces, la fina línea divisoria entre terror y sarcasmo pende de algo tan simple como el corte de un plano a otro. Así de simple. Así de económico. Así de efectivo. En Scarborough o en cualquier sitio.