Un artículo de Carles Martinez Agenjo.
Corea de consumo
Tras visionar Península (2020) –que en este Sitges 2020 competía en la sección oficial– debe ser fácil, para el espectador beligerante, denostar la propuesta agarrando de golpe sus puntos débiles como si de un ramillete de margaritas se tratara. Especialmente los defectos que se concentran en el tramo final… Algo así como la excusa perfecta para soltar aquello, que tanto gusta decir a cierto sector del público, de que esta película –por cierto, una secuela de la aclamada Train to Busan (2016) que también compitió en Sitges– es un proyecto innecesario que no debería existir.
Y aunque el palmarés del certamen le dé la razón a este sector –la primera se llevó dos premios de justicia a Mejor dirección y Efectos especiales mientras que la segunda no se comió un rosco– no resulta descabellado identificar Península como algo más que un mero (o burdo) ejercicio de género engastado en la temática zombi. Más bien como un cruce. Una intersección entre imaginarios para asiduos a la serie B. Un producto de gran entretenimiento que, pese a reunir lo mejor y lo peor del blockbuster surcoreano, apela a un escapismo de caverna y antorcha donde confluyen y se divierten –casi a modo de utopía geek– el cinéfilo aguerrido, la crítica más curtida y el espectador de multisala en un mismo total show. Ni más ni menos.
Partimos de una trama que arranca cuatro años después de los sucesos acaecidos en aquel tren de los horrores destino Busan que atravesaba el país sorteando toda clase de sustos, mordiscos y oleadas de no muertos, de la mano de un pintoresco grupo de supervivientes que se enfrentaba, parada tras parada, a un terror en masa donde lo zombi adquiría la textura de una deformada pelota de carne y gritos que se abalanzaba sobre los protagonistas. Un reto narrativo que nunca agotaba su fórmula y al que el director y coguionista Yeon Sang-ho se entregaba con buen pulso, desplegando una serie de espectaculares secuencias de acción que se antojan, desde ya, una verdadera lección de composición y montaje. ¡Puro cine incombustible!
Ahora, la premisa es otra. Un regreso a lo poco que quedó en pie de Corea del Sur para recuperar un camión cargado de dólares americanos y dividir el botín con la mafia hongkonesa. El mejor pasaporte a la gloria para un grupo de mercenarios sin patria que malviven en una ciudad china que los tacha de infectados sin papeles y que no han sido admitidos en una Corea del Norte que mira hacia otro lado frente a la pandemia zombi. Ínfimos apuntes de actualidad política en un film más preocupado –como es natural– en el despertar de todos los males que quedaron dormitando en la devastada península asiática, a través de encontronazos nocturnos, metralleta en ristre, e interminables persecuciones metropolitanas a medio camino entre la tensión, la cursilería y el simple exceso. Todo bien enmarañado en un artefacto tan portentoso como irregular.
Protagonizada por un tándem de caras bonitas y escaso magnetismo –los jóvenes Gang Dong-won y Lee Jung-hyun–, Peninsula encuentra su mayor virtud, decíamos, en el cruce de caminos. En su capacidad para aunar y moldear un cine que hibrida el universo paternal del difunto George A. Romero –recordemos que Road of the Dead, la película que no llegó a estrenar, iba a ser una suerte de carrera Nascar zombificada no exenta de adrenalina sobre asfalto– con algo más específico. Más exclusivo. Más delicioso, si cabe. Como las Calles de Fuego (Street of Fire, 1984) de Walter Hill, la también secuela 2013: Rescate en Los Ángeles (Escape from LA, 1996) de John Carpenter –irresistible no pensar en aquel Kurt Russell jugando una partida mortal de triples cuando el actor Kim Do-Yoon es lanzado a una jaula de mordisqueadores hambrientos con un número pintado en el pecho, rodeado de público vitoreante y con una inmensa cuenta atrás de números rojos a sus espaldas– y sin olvidarnos, con permiso de la saga Mad Max de George Miller, de esas cintas que todavía huelen a queroseno y muerte, sólo aptas para sibaritas del volante, como El Exterminador de la Carretera (Gli sterminatori dell'anno 3000, 1983) –sin duda, las impresionantes persecuciones posapocalípticas de Península conceden a a este cine de cloaca una merecida apariencia mainstream– y rematando este itinerario de carretera infernal con una superproducción en la que seguramente habrá reparado la cinefilia memoriosa. Hablamos de El Bueno, el Malo y el Raro (Joheunnom nabbeunnom isanghannom, 2008) y de esa gran persecución final que también apostaba por el tour de force absoluto, sólo que en aquella ocasión no se trataba de coches, furgones y ambulancias con el acelerador pisado a fondo y el freno de mano subido en cada giro, sino de un séptimo de caballería que se enfrentaba a una patulea de bandidos a caballo en una auténtica coreografía cinética. Hasta el soundtrack de guitarreo tarantiniano que se escuchaba en aquella proeza neowestern –ese Don’t let me be misunderstood de Santa Esmeralda que muchos de nosotros descubrimos en el hipnótico duelo final de Kill Bill Vol. 1 (2003)– parece invocarse con otra melodía, otra partitura, pero con el mismo espíritu dionisíaco, en las enérgicas secuencias de derrapes urbanitas y atropellos múltiples de la muy disfrutable Península.
Es justo reconocerlo. La película tiene tanto de cansina en sus ridículos pasajes melodramáticos –ya presentes en Train to Busan aunque en menor grado– como de magnética en sus resortes formales para mantener pegada la retina del espectador al neumático y al cambio de marchas. Una especie de versión hipertrofiada de aquellas producciones hollywoodienses de Jerry Bruckheimer que conquistaban la cartelera durante la década de los 90. Pero más delirante. Más virtuosa. Más surcoreana.
Insistamos. No tiene mucho sentido exigirle a la película una senda distinta a la que ha tomado. Que no es otra que ampliar generosamente el mapa dibujado en la anterior. Península parece seguir a rajatabla esa rigurosa política de las secuelas que tiene como principal objeto aumentar la ración. Multiplicar los elementos que conformaban la película original con una voluntad abiertamente wagneriana.
Más sentido tendría, quizá, acusar al director Yeon Sang-ho de haberse alejado del camino que inició en sus primeras películas. Ese anime despiadado, lacerante, sin concesiones, que revelaba en títulos como The Fake (2013) a un cineasta con voz propia. Pero también es justo reconocerlo. Guste más o guste menos, no hace falta irse a Renoir, Godard o Lubitsch –va por ti, Adriano– para darnos cuenta de que Península también es cine de autor. Aunque se vuelva lacrimógena. Aunque abuse de tópicos y los estire como un chicle. Aunque decida apostar por una Corea de consumo, la de Sang-ho es una pirotecnia de raza. Y eso siempre debería existir.