Un artículo de Carles Martinez Agenjo.
Madres fatales
Pensemos en la madre como origen de vida. De nacimiento y llegada al mundo. Todo lo que una pueda tener de entidad protectora, de leona universal, de figura que –rezaba la primera imagen de la nueva Suspiria (2018)– “puede sustituir a cualquiera, pero no puede ser sustituida por nadie”; la otra lanza por tierra estas palabras erigiéndose como entidad de control, de manipulación o incluso de abandono y muerte.
Pensemos en la madre, pues, de Las Uvas de la Ira (The Grapes of Wrath). Símbolo de esperanza y sacrificio. La madre ideal en tiempos de la Gran Depresión. La Ma Joad escrita por John Steinbeck que Jane Darwell bordó en la eterna película de John Ford. “We’re the people” –afirmaba con la mirada fija en el horizonte, sentada en la cabina de un camión que parecía comprimir todos los éxodos posibles. ¿Quién mejor que Ma Joad para afirmar tal cosa? ¿Quién mejor que ella, matriarca de matriarcas, para abanderar el esfuerzo colectivo de un país?
Giremos el timón. Y pensemos en la madre del noir. De un Hollywood barnizado de claroscuro. Pensemos en la madre del gánster. El origen del mal en unos bajos fondos azotados por el crimen. Como Lucille La Verne en Hampa dorada (Little Caesar, 1931), una muestra de puro clasicismo norteamericano donde el malévolo mafioso interpretado por Edward G. Robinson se revelaba, en última instancia, como fruto podrido de una alargada sombra materna encarnada por La Verne, la misma actriz que, años más tarde, le pondría voz a la bruja Disney de Blancanieves y los siete enanitos (Snow White and the Seven Dwarfs, 1937). Hablamos de la madre que nos trae al mundo al peor precio. Que engendra vida para transformarla en pesadilla.
Y, de repente, a medio camino entre una y otra declinación, destacan en el mastodóntico programa del Sitges 2020 tres propuestas que parecen desempatar la enzarzada dicotomía entre la Ma Joad fordiana y la satánica La Verne de LeRoy. Por un lado, aparece el tándem integrado por las películas The Dark and the Wicked y Honeydew, estrenadas mundialmente en el pasado Festival de Tribeca, en Nueva York, y que se han podido disfrutar en esta cincuagésimotercera edición del Festival de Sitges junto con una novedad que parece diseñada como perfecto complemento. No se trata de un film, sino de un libro. La madre terrible en el cine de terror (2020). Un estudio escrito por Javier Parra y publicado por Hermenaute –la editorial del libro oficial de este certamen– que nos brinda una sesuda investigación sobre los orígenes y la evolución del arquetipo a través de sus pasajes más oscuros y enigmáticos. Desde sus vestigios mitológicos, en una época de supersticiones y alegorías que servían para contar el mundo y los miedos que dan sentido a nuestra existencia, hasta la más rabiosa actualidad.
Evidentemente, resuenan entre sus páginas las cuchilladas de Psicosis (Psycho, 1960), diseñadas por Saul Bass, o las voces en loop de Piper Laurie que acompañaban la mirada sangrienta de Sissy Spacek en Carrie (1976). Pura estridencia para un Sitges Film Festival la mar de desquiciado.
El primer plato de este menú materno-terrorífico no es el mismo ahora que el primer día de certamen. The Dark and the Wicked se ha impuesto en el palmarés del pasado sábado, 17 de octubre con el premio a Mejor Fotografía por el espléndido trabajo de iluminación de Tristan Nyby y a Mejor Interpretación Femenina para Marin Ireland, una actriz considerada por el New York Times como una de las grandes reinas del drama de la escena teatral neoyorquina.
Dirige Bryan Bertino, el mismo que entusiasmó a Stephen King con aquella angustiante propuesta de home intruders que alcanzó nuestras carteleras en 2008 bajo el título de Los extraños (The Strangers). En esta ocasión, Bertino sigue alimentando la idea de una amenaza dentro del hogar y lo hace mediante un cuento de terror escrito y filmado por él mismo que reviste la casa familiar donde creció en el núcleo de una América tan profunda, tan abandonada, tan absurdamente violenta, como lo fue la América que retrataba buena parte del cine de terror de los 70. Es dentro de este contexto, donde familia y fe han perdido todo el sentido, donde los valores tradicionales que se dinamitaban durante la era Nixon –pensemos en la mala leche que destila El Otro (The Other, 1972) y Defensa (Deliverance, 1972)– también lo hacen durante la era Trump. Pero sin entrar en metáforas ni evidencias formales.
Ante semejante panorama, llama la atención cuando se alza, imponente, la figura de una madre. La mamá de cabellos largos y blancos interpretada por otra actriz de bagaje escénico llamada Julie Oliver-Touchstone, que recibe la visita de sus dos hijos –la mentada Marin Ireland y Michael Abbott Jr.– para arropar a su padre en el lecho de muerte de una solitaria granja de Texas.
Esto, que perfectamente podría encajar dentro de un melodrama de secretos, reencuentros y redenciones, sirve a Bertino para hundir su relato dentro del terror más macabro. Más sobrecogedor. Hablamos de una oscuridad que lo inunda todo. De una casa que se convierte en averno. De una madre que salpica sobre nuestra retina imágenes que destruyen todo lo que sentíamos como cercano. Reconocible. La de esta película es una madre que aparece y reaparece, una y otra vez, como gran fecundadora del horror. Como una anfitriona tenebrosa que abre la puerta al mal para triturar todo lo que dábamos por seguro.
Y de nuevo, como sucedía con Psicosis y Carrie, vuelven las estridencias. Sonidos del frío y de la noche que escuchamos a través de la piel. Y es que, aunque la película esté plagada de numerosas apariciones espectrales y de innecesarios jumpscares que Bertino casi parece emplear y repetir como irónica marca de estilo, The dark and the wicked empieza con el tintineo repentino de unas botellas de vidrio dispuestas sobre la verja de una granja. Pero lo que se intuye en un primer instante como un animal salvaje hambriento de ovejas, se acaba descubriendo como una presencia en fuera de campo que nunca alcanzamos ver. Porque no queda forma alguna por ver. Sólo ruido. Sólo frío. Una catábasis sin billete de vuelta.
La gran virtud del film radica aquí. En la capacidad del director de construir una atmósfera a partir de la excéntrica banda sonora de Tom Schraeder y la encomiable mezcla de sonido de Lance Hoffman. Una auténtica sinfonía del abismo tocada a golpe de sierra y violín, donde las visitas de lo ignoto durante los peores días de una familia cercana al duelo consiguen encerrar los gritos y sobresaltos de cada víctima de esta tragedia rural en una suerte de celda mortuoria. Un camino sin salida. Una noche que se traga la luz.
El otro gran plato a degustar es, sin duda, Honeydew. La enésima ópera prima presentada durante esta edición, que ha sido dirigida y escrita por el debutante norteamericano Devereux Milburn. Asimismo, protagoniza la trama Sawyer Spielberg en su primer papel como actor principal. Y no les quepa duda. Es hijo del maestro que rubricó obras maestras de la talla de Tiburón (Jaws, 1975), La Lista de Schindler (Schindler's List, 1993) y Munich (2005). Nuevamente, frente a una América profunda. Nuevamente, frente a una madre que esconde la peor de las torturas y –claro está– estridencias que, más que la piel, arañan la retina. Directamente.
Honeydew narra las desventuras de una joven pareja, integrada por Spielberg Jr. y la actriz Malin Barr, que con la idea de disfrutar de una escapadita por el country estadounidense terminan atrapados bajo las garras de una familia que parece proyectar sobre la pantalla –de nuevo, por enésima vez– el espíritu alocado y bizarro de La Matanza de Texas (The Texas Chainsaw Massacre, 1974).
Dicho de otro modo, Milburn se entrega a una estructura, una narración y un género del que se ha abusado tanto y de formas tan similares que ya no tiene sentido rastrear la propuesta para detectar los tópicos y lugares comunes que la estropean, sino saborear aquellos detalles que la distinguen del resto.
Dejemos clara una cosa. Honeydew no es una película más sobre crímenes salvajes perpetrados en el interior de EEUU, sino una historia capaz de plantear en la sobreprotección maternal y el cultivo de un campo de trigo envenenado el peor de los horrores. Especialmente inquietante es la madre terrible de este cuento de terror, interpretada por Barbara Kingsley en uno de los papeles más perturbadores de su carrera. El de una madre obsesionada en cuidar. En alimentar. En mimar a sus criaturas, como bien anuncia el título –recordemos que Honeydew significa melada o gotas de miel–, pero también es una madre dispuesta a estirar la infancia. A distorsionarla. A convertir la madurez en un estado alterado. A transmutar a sus hijos e hijas en verdaderos esclavos de la dependencia. Algo así como la líder de una nueva monster family para estos tiempos de inmersión virtual y avatares hiperconectados.
Pero tranquilos… Tranquilas… No le busquen mayor sentido a todo esto. En el fondo, es cine tal y como suena. Lo oscuro y lo malvado. Las gotas de miel. La madre terrible y sus vericuetos. Tan abominable, tan absurdo, tan febril, que no queda otra que rendirse. Dejarse llevar. Y si no pueden, no se preocupen. Piensen en la madre. La madre de verdad. La que da sentido a todas las demás.