Las dos caras del rigor mortis
En su reseña sobre La autopsia de Jane Doe (André Øvredal, 2016), Jordi Costa proponía un camino de lectura distinto a lo que muchos espectadores tacharon equivocadamente como “un final decepcionante”. Donde unos detectaban en el clímax una vía de escape rápida y rentable como colofón a una trama que mantenía el pulso del mejor suspense clásico; Costa se desmarcaba con el imaginario antropológico por bandera.
La primera parte de la película, entregada a la investigación pura y dura de un tándem forense (Brian Cox y Emile Hirsch) conjeturando sobre la inexplicable muerte de una inmaculada chica, estaba impregnada –afirma el crítico– por el “asombro en torno a una feminidad asociada a lo irracional”. La segunda, que desata lo macabro como (esperado) fin de fiesta, podría interpretarse “como destrucción de la racionalidad masculina”.
Resulta inevitable pensar en esta pequeña joya inglesa –y, por extensión, en la brillante lectura de Costa– cuando nos enfrentamos a Cadáver (Diederik Van Rooijen, 2018). Por un lado, Øvredal es un director con un debut noruego (Troll Hunter, 2010) y evidentes inclinaciones hacia lo sobrenatural. Por el otro, Van Rooijen, un cineasta también dado al fanta-terror con dos thrillers orientados a la cartelera holandesa y la obra que nos ocupa: primer encargo en el mercado internacional. Pero no… ¡Estos directores no pueden ser más distintos!
La Jane Doe de Øvredal es un exquisito y conciso trabajo de puesta en escena, mientras que la historia de acoso demoníaco que sufre Megan (Shay Mitchell) en Cadáver, perseguida por una espiral de asesinatos en cadena, tiene más de producto rutinario que de una película capaz (o con la inquietud) de distinguirse dentro del panorama sobresaturado de propuestas que cada año alimenta el subgénero con mejor o peor fortuna.
Ambas películas transcurren en una morgue y ubican en el núcleo del relato una presencia femenina que funciona como enigma y calefacción de escalofríos. Pero donde el primero –Øvredal– apostaba por dosificar el misterio, plantear interrogantes en forma de primerísimos planos, confeccionar una atmósfera claustrofóbica de neblinas y destilar el leve sonido de una campanilla atada al dedo gordo del pie como signo mutante en fuera de campo, a medio camino entre la burla (británica) y la angustia; a van Rooijen y al guionista Brian Sieve les interesa más el jump scare como acumulación de estallidos en una historia atropellada que supedita su voluntad por ser dinámica a una batería de tópicos y sustos. Asimismo, la película no tiene tanto que ver con los contrastes (simbólicos) entre hombre y mujer, sino con el calvario al que se ve expuesto Megan, una joven de pasado traumático que, en su primer día de trabajo nocturno fotocopiando huellas dactilares de recién fallecidos, descubre que uno de ellos es, en realidad, una réplica (más) del arquetipo del psycho killer. Éste cadáver responde al nombre de Hannah Grace y es la excusa perfecta para desatar toda la ansiedad que Megan trataba de enterrar tras un incidente policial.
La primera parte de la película, entregada a la investigación pura y dura de un tándem forense (Brian Cox y Emile Hirsch) conjeturando sobre la inexplicable muerte de una inmaculada chica, estaba impregnada –afirma el crítico– por el “asombro en torno a una feminidad asociada a lo irracional”. La segunda, que desata lo macabro como (esperado) fin de fiesta, podría interpretarse “como destrucción de la racionalidad masculina”.
Resulta inevitable pensar en esta pequeña joya inglesa –y, por extensión, en la brillante lectura de Costa– cuando nos enfrentamos a Cadáver (Diederik Van Rooijen, 2018). Por un lado, Øvredal es un director con un debut noruego (Troll Hunter, 2010) y evidentes inclinaciones hacia lo sobrenatural. Por el otro, Van Rooijen, un cineasta también dado al fanta-terror con dos thrillers orientados a la cartelera holandesa y la obra que nos ocupa: primer encargo en el mercado internacional. Pero no… ¡Estos directores no pueden ser más distintos!
La Jane Doe de Øvredal es un exquisito y conciso trabajo de puesta en escena, mientras que la historia de acoso demoníaco que sufre Megan (Shay Mitchell) en Cadáver, perseguida por una espiral de asesinatos en cadena, tiene más de producto rutinario que de una película capaz (o con la inquietud) de distinguirse dentro del panorama sobresaturado de propuestas que cada año alimenta el subgénero con mejor o peor fortuna.
Ambas películas transcurren en una morgue y ubican en el núcleo del relato una presencia femenina que funciona como enigma y calefacción de escalofríos. Pero donde el primero –Øvredal– apostaba por dosificar el misterio, plantear interrogantes en forma de primerísimos planos, confeccionar una atmósfera claustrofóbica de neblinas y destilar el leve sonido de una campanilla atada al dedo gordo del pie como signo mutante en fuera de campo, a medio camino entre la burla (británica) y la angustia; a van Rooijen y al guionista Brian Sieve les interesa más el jump scare como acumulación de estallidos en una historia atropellada que supedita su voluntad por ser dinámica a una batería de tópicos y sustos. Asimismo, la película no tiene tanto que ver con los contrastes (simbólicos) entre hombre y mujer, sino con el calvario al que se ve expuesto Megan, una joven de pasado traumático que, en su primer día de trabajo nocturno fotocopiando huellas dactilares de recién fallecidos, descubre que uno de ellos es, en realidad, una réplica (más) del arquetipo del psycho killer. Éste cadáver responde al nombre de Hannah Grace y es la excusa perfecta para desatar toda la ansiedad que Megan trataba de enterrar tras un incidente policial.
Sustos e inquietudes
Un smash gore en el exorcismo de la introducción, el misterioso iris cerúleo de la muerta demoníaca, una repentina visión fantasmagórica, sensores de movimiento en los pasillos y cámaras de vigilancia… Desde el inicio, el buen material está ahí, acechando al espectador detrás de la pared. Por momentos, incluso, el director parece jugar sabiamente a repetir la misma escena. Dudosa de todo lo que está sucediendo y pastillas en ristre, la joven empleada se entrega –una y otra vez– a la comprobación clínica e irónica –¡casi británica!– de que el espantoso cadáver sigue, en efecto, inmóvil, dentro de su bolsa de conservación, en la más divertida de las contradicciones. Perfecta metáfora de una figura tan irracionalmente iterativa como la que aparecerá en la segunda mitad del film: la asesina en serie. Pero finalmente todo se ve reducido a la más plana versión de gritos, respiraciones aceleradas y presencias digitales –también repetitivas– que distan mucho de alcanzar el ingenio en una propuesta donde sobran personajes secundarios. Cadáver gana mayor eficacia cuando asume su falta de pretensiones y ataca en distancia corta.
De hecho, como película de exorcismos contenida hasta podría resultar original. Pero no nos engañemos… Existen voces mucho más estimulantes –de Jennifer Kent a Rob Zombie, pasando por James Wan, David Robert Mitchell, Demián Rugna o Scott Derrickson– que este manual de superación personal revestido de cuento de horror.
“Seguro que todo esto tiene una explicación racional” –responde un conductor de ambulancias a la protagonista, incapaz de convencer a quienes le rodean de que corren grave peligro. Y una presencia estremecedora se apodera repentinamente del relato. Pero no. No es Hannah Grace... Son Øvredal y Costa exorcizando a quien suscribe de esta descafeinada película estadounidense sin (aparente) interés por hurgar en la (verdadera) naturaleza inquietante de las imágenes.
De hecho, como película de exorcismos contenida hasta podría resultar original. Pero no nos engañemos… Existen voces mucho más estimulantes –de Jennifer Kent a Rob Zombie, pasando por James Wan, David Robert Mitchell, Demián Rugna o Scott Derrickson– que este manual de superación personal revestido de cuento de horror.
“Seguro que todo esto tiene una explicación racional” –responde un conductor de ambulancias a la protagonista, incapaz de convencer a quienes le rodean de que corren grave peligro. Y una presencia estremecedora se apodera repentinamente del relato. Pero no. No es Hannah Grace... Son Øvredal y Costa exorcizando a quien suscribe de esta descafeinada película estadounidense sin (aparente) interés por hurgar en la (verdadera) naturaleza inquietante de las imágenes.