8 d’octubre del 2018

Venom (2018): simbiontes sin alma



En una secuencia humorística de la desastrosa y naif Spider-Man 3 (Sam Raimi, 2007), el contagio de Peter Parker, tras entrar en contacto con una masa viscosa que teñía su traje de negro, abría un paréntesis que permite medir hasta qué punto los superhéroes de la Marvel han tomado una senda marcada por el tono desenfadado y el desparpajo a través de la dimensión mundana y la configuración del ridículo.

Lo cierto es que los poderes del hombre arácnido, interpretado por Tobey Maguire, se incrementaban, pero algo oscuro crecía en su interior: el parásito alienígena pegado a su tejido lo transformaba en un Casanova bailarín potenciando su altivez y su apetito sexual. El problema –o mejor dicho uno de ellos– es que la llegada de un mal desarrollado Topher Grace a la función, como vehículo expeditivo para el supervillano Venom, no sólo suprimía la posibilidad de dilatar ese paréntesis de espíritu pulp y melodías setenteras, sino que conducía el film hacia el terreno de lo esquemático al servicio del derroche digital. Un paréntesis, por cierto, que la saga de los Guardianes de la Galaxia –con el carisma cool de Chris Pratt en cabecera y un gusto por el temazo funky– ha desplegado con mayor fortuna e ingenio.

Segunda incursión en la figura del musculoso enemigo de dientes imposibles y lengua diabólica, Venom (Ruben Fleischer, 2018) certifica que aquel punto de mesura raiminiana fue sólo un espejismo. Al menos para el mito que aquí nos ocupa.

Lejos de la ingeniería narrativa del cross-over marca Marvel Studios y de la naturaleza original del personaje –en las primeras historietas de Todd McFarlane, Venom nace como vómito de odio anabolizado hacia Spiderman y como símbolo de barroquismo posmoderno–, esta nueva versión del simbionte producida por Sony ha confirmado lo que buena parte del fandom internacional temía: renace como producto de empaque. Más cerca de la infantilización de las tortugas mutantes de Michael Bay que de una seria aspirante al blockbuster polémico. Ni siquiera es una buena alternativa –en la línea soez e irreverente de Deadpool– a las franquicias de Tony Stark y compañía.

El punto de partida se antoja estimulante y posee el aroma de los grandes clásicos del sci-fi de serie B, como El Experimento del Dr. Quatermass (Val Guest, 1955), pero rápidamente este producto multi-salas toma la senda de la rutina y se convierte en aquello por lo que ha sido diseñado: una nueva estrategia de lucimiento para Tom Hardy como rudo y excéntrico atractivo teen.


La película empieza con el aterrizaje forzoso de una nave de investigación que regresa a la Tierra, portadora de un único superviviente y de una sustancia peligrosa dispuesta a aprender de nuestra existencia para consumirla. Mientras, Hardy se presenta como el nuevo Eddie Brock, un chico de la calle con las inquietudes comunicativas de Jordi Évole. Pero, rápidamente, el cuento de terror da paso al cuento infantil con monstruo y lo que fue un oscuro supervillano es ahora un superantihéroe de juguete.

Y lo que en un primer instante parece un relato que palpita al ritmo de las miserias y corruptelas de la nuestra, una actualidad infectada de privatización inmoral y periodismo castrado; deriva en una comedia de acción que: a) se apropia de gags que el espectador memorioso recordará del Spiderman de Raimi y b) entierra toda la emoción, la ironía y la hondura psicológica que la esquizofrenia del protagonista podría ofrecer, además de suprimir, en algunos tramos, su conflicto interior en virtud de una pirotecnia y de un uso del deus ex machina como síntomas de absoluta despreocupación por la evolución de los personajes.

Sólo el magnetismo del actor inglés, la factura técnica de las set-pieces de acción y una poética momentánea a favor de la splash page –de nuevo, un acierto, pero a modo de paréntesis, donde Hardy y Riz Ahmed pelean ralentizados en un plano general donde el agente tóxico que los hipervitaminiza ha perdido todo el sentido– aportan la dosis mínima para tratar de comprender la decisión de Hardy de participar en un proyecto de relleno como éste.

Según declaró en la pasada edición de la Comic-Con, se unió al film para dedicárselo a su hijo. No hace falta ser Martin Scorsese ni firmar La Invención de Hugo (2011) para comprender que hay maneras mucho más provechosas y compatibles de hacer cine para todas las edades sin perder la compostura.

El injerto de la película Spider-Man, un nuevo universo (Bob Persichetti y Peter Ramsey, 2018) al final del metraje reafirma el desastre: despierta mucho más interés que la secuela de Venom, anunciada en la escena post-créditos.