TOPOGRAFÍAS DE UNA ALERGIA AMERICANA
Un artículo de Carles Martinez Agenjo.
Una de las particularidades del loser, ese arquetipo inmortal que descansa en la esquina de todas las épocas, es su distanciamiento. Suya es la posición reactiva frente a los ideales del éxito, pero también la visión privilegiada de las cosas, gracias a una mirada aislada y aislante hacia un entorno empeñado en triunfar, en amasar riquezas, en ser más que el otro al precio que sea.
El protagonista de la nueva película de David Robert Mitchell –que escindió la opinión tanto en Cannes como en Sitges, pero se llevó en éste último la mención especial del Premio de la Crítica Josep Lluis Guarner– se llama Sam y posee dicha mirada.
Por un lado, aislada, dado que el joven –encarnado por Andrew Garfield– se encuentra sumido en el desencanto, en los límites de la melancolía del millenial con tiempo libre para el onanismo y escasa preocupación por el deadline, es decir, por esa extenuante cuenta atrás de quien debe pagar el alquiler del piso. En este caso, de un apacible barrio de Los Ángeles. Suya es, además, la retina del voyeur, que también implica una distancia. Un aislamiento.
Aunque su pierna no esté escayolada y no tenga que lidiar con el reclutamiento de ninguna Guerra de Vietnam, mata las horas espiando a sus vecinas desde la terraza con los prismáticos del lesionado James Stewart de La Ventana Indiscreta (Rear Window, 1954) y con ecos de ese preciso instante en que el genio y talento se cruzaron en la cinta underground de Brian de Palma titulada Saludos (Greetings, 1968) y Robert De Niro midió la temperatura exacta de lo que llamó peep art: una palabra salpicada de libido que –aunque pertenezca a una etapa y a una contracultura también distanciadas respecto al film que nos ocupa– no puede venir más a colación: y es que peep art es el juego de palabras que combina el pop con el peeping tom o, lo que es igual, la cultura sobre la que reposa Under the Silver Lake y la perversión irónica del hombre que goza observando cuerpos. También desde la distancia.
Sí, la película es todo esto. O podría serlo. Como la mirada de Sam, que además de aislada es aislante.
Tras enamorarse de forma precoz de su sensual vecina Sarah –Riley Keough, que en este Sitges 2018 hemos visto sufrir en el último ejercicio de megalomanía de Lars Von Trier–, la chica desaparece. Garfield se convierte entonces en un individuo en tránsito que va del estado pasivo inicial a la más persistente de las tareas detectivescas para acabar desafiando, en solitario, el marco de la cordura. Una tarea en la que el chico –con su expresión adormilada y sus ademanes nerviosos– se antoja la ficha perdida de un tablero noir de casillas borrosas y desgastadas, a dos o tres tiros de la convicción y astucia de Philip Marlowe, los vértigos de Scottie Fergusson, el caos empapado en estupefacientes de Doc Sportello, la caída sin frenos de El Nota de los hermanos Coen y –¡por fín!– la brillante versión alucinada de todos ellos, capaz de aunarlos para siempre.
Más paranoica que clásica, la historia recorre los rincones y catacumbas de LA con la misma voluntad evocadora que su personaje principal, sumida en un estado de irrealidad –a caballo entre la cita, el eco y lo bizarro– que arroja a Sam hacia un laberinto de incógnitas donde la búsqueda de Sarah se entremezcla, entre otras lindezas, con una serie de crímenes perrunos, un pirata fiestero, un rey vagabundo, un fantasma erótico y un vil demiurgo musical; lo que reafirma la mala leche de Robert Mitchell respecto a todo lo que celebrábamos y dábamos por sentado hasta la fecha. Y es en ese laberinto, justamente, donde el ambicioso director encuentra en la textura del lenguaje críptico y encriptado de la investigación las mejores pulsiones de intriga para dar forma a la obsesión del protagonista frente a una ausencia femenina. Una obsesión que a medida que transcurre la trama –lejos de Monroe, Dietrich y Bacall– ya no tiene tanto que ver con el deseo de unos gestos, de una cabellera rubia ni del carmín de unos labios apoyados sobre el borde de una piscina –que también–, sino con el absorbente reto de decodificar todos los pasos que Sam da para tratar de recuperarla. Desde el interés por unas leyendas premonitorias en formato cómic hasta un manual de signos urbanos, pasando incluso por un ejercicio de descubrimiento de las claves secretas que esconde la letra de un estrambótico grupo de música.
En este sentido, el primer plano del protagonista, difuminado por una superficie de acetato encontrada en un cartón de cereales –perfecto bonus live anticipado en la partida de Nintendo de un inesperado Topher Grace– adquiere lo más parecido a una metáfora pertinente. O una brújula con la que enfrentarse a la ciudad californiana. O mejor dicho, a uno de sus barrios. A sus recovecos. A sus zonas oscuras, acuáticas y subterráneas.
Para entenderos, la cosa no tiene tanto que ver con la geografía de lo que ya conocíamos ni con la textura rugosa del mapa, sino con el itinerario revelador, con el archivo traslúcido que encaja simétricamente sobre dicho mapa. Un itinerario en forma de reliquia rescatada de la infancia –la de Sam, la de Mitchell, pero también la nuestra– que ofrece la precisa descripción de lo que siempre estuvo allí, de la insospechada combinación numérica de una caja fuerte que, aunque habíamos abierto un millón de veces, nos damos cuenta ahora de su verdadero contenido.
Tercer largometraje que firma, el estadounidense ha logrado en este thriller de tintes cómicos la proeza de que el recorrido no resulte cargante ni trillado pese a lo excesivamente pretencioso que es. Mitchell encadena durante más de dos horas una gran cantidad de momentos –sirviéndose de recursos de Hitchcock y de ideas sobre la alta sociedad que recuerdan a los planes diabólicos de Frankenheimer– y parece fusionar milagrosamente alguna que otra referencia para reforzar su verdad.
Ahí están los ecos de la gran pesadilla lynchiana, con Patrick Fishler como viñetista oculto del tebeo que da nombre a la película y guía lunático de una tierra habitada por topos domésticos. O la bofetada al fandom que propina Jeremy Bobb, en la piel de un ‘compositor’ bajo capas y capas de maquillaje. También la sensación de asistir a una conspiración palpable, a la sospecha que se torna en peligro y que bien podría remontarse a las teorías sobre el asesinato de JFK que le quitaban el sueño a Peter Maloney y Gerrit Graham en la mentada Saludos de Brian de Palma.
Losers de antes y de ahora. Y cazos de agua fría. Mentes lúcidas y miradas privilegiadas. Pero distinto contexto. Distinta locura. Y nos estamos repitiendo... ¿O será peor todavía? Quizá el ejercicio de esta crítica ha acabado afectando a la mente de quien suscribe.
De eso se trata, en el fondo, con el visionado de esta propuesta condenada a perderse en la sugerencia y el recuerdo, inundada de toda clase de extrañezas y excesos en los que, en palabras del propio autor, “cada cuál puede proyectarse”.
Si su anterior It Follows –una de las mejores de 2014, según la National Board of Review– le quitaba la grasa al Halloween de Carpenter y definía su músculo ensanchando hasta el paroxismo las virtudes de su primera mitad de metraje, Under the Silver Lake es la confirmación de lo que sospechábamos: David Robert Mitchell lleva grabada la insignia del maestro en potencia. Del que se atreve con un viaje salvaje que, lejos de ser perfecto, surca libremente a través de los sarpullidos juveniles de un film completamente alérgico a fórmulas y rutinas. Puro cine de supervivencia. Puro distanciamiento. Pura óptica loser para unos tiempos (siempre) convulsos e inextricables.