NOCHES DE NEÓN Y GOBLINS DE CHEDDAR
Un artículo de Carles Martinez Agenjo.
Si hay algo que la televisión parece haber logrado con mayor fortuna que el cine es la capacidad de absorber un recuerdo (de niñez) atado al imaginario colectivo y convertirlo en pura parodia. El milagro, sin embargo, llega por la vía del paroxismo cuando alguien se atreve a estirar dicho recuerdo hasta la náusea, como es el caso de Casper Kelly en la escueta propuesta cómico-terrorífica Too Many Cooks, viralizada en 2014, tras su emisión en el canal estadounidense Adult Swim.
La cosa, incluso, ha alcanzado cotas de verdadera alquimia cuando la imagen adopta la complicada textura de la incógnita e incluso del miedo. Ésta impregna el córtex del consumidor como un líquido capaz de contaminar no sólo recuerdos, sino la propia geografía mental de sus creencias y dudas. Nada mejor -disculpen la rápida síntesis- que La Guerra de los Mundos de Orson Welles como precursora radiofónica de las hilarantes bromas televisivas del visionario Andy Kaufman.
Mandy (2018), que le valió a Panos Cosmatos el premio a Mejor Director en Sitges, no se puede considerar una comedia. Más bien relato de fantasía-terror con pinceladas de una paleta que combina tonos a medio camino entre lo cómico, lo absurdo y lo onírico. Sin embargo, la película esconde un pequeño huevo de pascua que, lejos de las orquestaciones maestras de Welles y Kaufman, la resitúa en un terreno donde el humor también funciona como sustancia para desatar la confusión.
Red Miller (Nicolas Cage), un leñador que vivía tranquilamente con su pareja en una apacible cabaña perdida en los bosques del Pacífico Noroeste, es atacado por la secta drogadicta de los Hijos del Nuevo Amanecer. Herido, sudoroso y con los ojos vidriosos, regresa a su hogar –ahora azotado por un ausencia femenina– y se queda contemplando la televisión. Cheddar Goblin, el anuncio sobre una marca de queso para macarrones, muestra a un monstruito verde con el aspecto de los Ghoulies (Luca Bercovici, 1985) que se cuela en un comedor doméstico y empieza a vomitar incesantemente sobre las cabezas de unos niños sonrientes. Al final del spot –obra, por cierto, de Shane Morton y del mismo Casper Kelly, creador de Too Many Cooks– Red repite, alienado, el nombre del producto antes de ponerse manos a la obra e iniciar una vendetta alucinada contra todas y todos los que participaron en el secuestro de su amada Mandy (Andrea Riseborough).
Hay algo en la mirada húmeda de ese Nicolas Cage en estado de shock que podría resumirlo todo. En su retina se comprimen dos factores. El apunte cómico, por absurdo, del actor de pie, en calzoncillos, visionando en solitario, tras el calvario sufrido, un anuncio con el aroma y la estupidez de los ochenta. Y, por otro lado, el interrogante que genera dicho anuncio en el espectador –que ya no es televisivo, sino cinematográfico– y que –a menos que usted investigue un poco y descubra el hype que ha generado en Internet– no sabe exactamente cómo almacenar: ¿este spot de textura añeja y de nostalgia infantil es algo real o se trata de un gesto más del inmenso simulacro gótico-sangriento desplegado por Cosmatos?
Puede que no importe demasiado... Dado que Mandy ha circulado por Sundance, Sitges y lo hará por las carteleras de todo el mundo como una enorme promesa unidireccional: la mejor que puede ofrecer el siempre irregular Nic Cage como actioner absoluto en una película que invierte todos sus recursos en la arquitectura formal de una atmósfera malsana.
Pero el caso es que este bizarro anuncio de Cheddar posee más inri humorístico del que parece. Su naturaleza es bicéfala, pues funciona como: a) un rasgo de estilo del director, que se las ingenia través del detalle ínfimo para traducir la obsesión hitchcockiana de la imagen falsa y el recuerdo olvidado en certera clave trash y b) una nota al pie sobre las virtudes y debilidades del propio Cosmatos. Tan ingenioso en la reconstrucción milimétrica de un pasado, como falto de rigor y enfático en exceso a la hora de proponer un viaje inmersivo al averno; más cerca de su propia óptica apasionada sobre los 80 que de la verdad escondida detrás de esa época.
Más cerca del Winding Refn lynchiano y simétrico de Solo Dios Perdona que del homenaje a Hill y Friedkin en Drive (2011), el director recupera un tiempo, una música y una textura desde la más individualista de las posturas, anteponiendo su ego como nuevo arquitecto de mundos de fantasía y horror. Desde los cenobitas de Hellraiser (Clive Barker, 1987), engastados en cuero de estética sadomasoquista, hasta la caricaturesca sierra mecánica alargada de las secuelas de La Matanza de Texas (Tobe Hooper, 1974), pasando incluso por la animación liderada por Gerald Potterton en la babélica Heavy Metal (1981). Todo parece navegar por la superficie. Todo se antoja un acto de reducción, de vaciado narrativo y subtextual, de separar el primer estrato de un cine más rico y complejo de lo que parece según Cosmatos. Un cine, no obstante, que por la gran cantidad de secuelas que engendró y su escasa calidad, ha adoptado para nuestro presente la perfecta forma de la duda, de la imagen borrosa, del Goblin vomitivo. La excusa ideal para encontrar su propio camino –a la manera de Duncan Jones, vástago de Bowie– lejos de la sombra de su padre George Pan Cosmatos, autor de títulos como El Puente de Cassandra (1976) y Tombstone: La Leyenda de Wyatt Earp (1993).
Es indudable que Cosmatos (hijo) sabe conjugar hasta el final el ritmo pausado, el diseño de sonido envolvente y la sucesión ceremoniosa de panorámicas encadenadas. Así lo demostró en su ópera prima, Beyond the Black Rainbow (2010), donde la misteriosa Elena (Eva Bourne), encerrada en el Instituto Arboria, debía encontrar la salida. Mientras huía de las garras del Dr. Nyle (Michael Rogers), asistíamos a un escalofriante escaparate de horrores inexplicables, monolitos piramidales y rostros bañados por un intenso cromatismo impresionista que, por su cuidada planificación y la geometría de un laberinto pop ajeno a las coordenadas del tiempo, se acercaba a la magia de Stanley Kubrick.
Y así lo ha demostrado también en Mandy, una película que, fragmentada en capítulos con espíritu de cómic, recupera la misma fecha de su debut –1983– y se toma su tiempo presentando el amor eterno entre Cage y Riseborough y la vileza unitaria de Linus Roache, Richard Brake y Ned Dennehy, entre otros antagonistas; para culminar el recorrido con una avalancha de odio que ritualiza la venganza como traslado de una a otras dimensiones.
“Cuando muera” –reza la película parafraseando al convicto Douglas Roberts– “enterradme bien profundo, colocad dos altavoces a mis pies, unos auriculares en la cabeza y rocanroleadme cuando esté muerto”. Así empieza, acaba y se autojustifica este arrebato de hachas forjadas bajo el calor de la injusticia más dicotómica y viajes psicodélicos que invocan el Mal como único destino posible. Un descenso surrealista al Hades con innecesarios apuntes políticos y metafóricos –léanse las referencias a Reagan, ciervos heridos y tigres ralentizados– que, pese a reafirmar el virtuosismo de Cosmatos, nos hace augurar la futura tendencia de su cine: ingenioso en su artificio nostálgico, generoso con el simbolismo críptico que propone y arbitrario en el rescate de un pasado que, realmente, no es tan borroso como él se empeña en afirmar.
DEUDAS Y REESCRITURAS
Un artículo de Carles Martinez Agenjo.
Caso distinto es el de La Noche de Halloween (David Gordon Green, 2018), undécima entrega de Michael Myers, el asesino engendrado por John Carpenter y Debra Hill en la película homónima de 1978.
Compañera de clase de Mandy en Sitges, esta nueva secuela sobre Myers se antoja –puestos a comparar– menos ambiciosa y sofisticada que la primera, pero más compacta y certera.
En sus dos películas como realizador, Cosmatos ha planteado la idea de que el género ha sido escrito (y reescrito) tantas veces que no queda más remedio que el apropiamiento de una herencia y la tergiversación de la misma para convertir modestas películas de consumo rápido –con Barker y Hooper a la cabeza– en un cine de inquietudes experimentales, en celuloide convertido en palimpsesto. Gordon Green, en cambio, es plenamente consciente del lugar que ocupa en el tablero. Su intención no es la de desmarcarse del camino pautado por Carpenter en la Halloween original, sino erigirse con una propuesta directa y respetuosa hacia el maestro. Y es justo ahí, en ese juego con la deuda, donde aumenta su fuerza.
Y es que a Myers, el mito central de una saga extenuante, le sucede lo mismo que a tantos otros. Al igual que la lunática familia de Texas y los ángeles-demonios de Hellraiser, el camino hacia la actualidad se ha atiborrado de títulos mediocres y otros que, apócrifos o no, trataron de ofrecer una visión distinta respecto al material de partida. En el caso de Halloween, la colección ya cuenta nada menos que con la obra maestra It Follows (David Robert Mitchell, 2014) –libre adaptación de la atmósfera, más que del asesino carpenteriano– y con la primera incursión de Rob Zombie en Halloween, el Origen (2007), un ejercicio de autocontención que sorteaba el barroquismo al que nos tiene acostumbrados para ampliar el itinerario primigenio del psicópata de la máscara blanquecina. Zombie conseguía hibridar con éxito la precuela y el remake en una película que actualizaba a Carpenter, también desde el rigor y el respeto. No había espacio para jugar al recuerdo borroso, ni para la incógnita gobliniana de Cosmatos… Donde éste opta por invitar a Bill Duke en un desternillante momento de la trama para que haga un simple cameo con reminiscencias a John McTiernan; el director de The Lords of Salem (2012) prefiere rendir en su personal Halloween un homenaje más extenso a Malcolm McDowell y Brad Dourif. Especialmente, en el dilatado clímax, que no se separa un pelo de la película de Carpenter. Una sucesión de persecuciones y cuchilladas a través de las ruinas: de la casa donde empezó todo, pero también de un cine y unos artistas condenados al olvido comercial.
Entre éstas y otras entregas latiendo en la memoria del fan, lo que está claro es que Michael y su eterna víctima, Laurie Strode, son de todo menos una imagen borrosa.
Y es por esto que la tarea de abordarlos de nuevo parecía un peligroso viaje a la deriva. La nueva entrega de Gordon Green, sin embargo, ha resultado una grata sorpresa dentro del extenso programa del festival mediterráneo. Dirigida y escrita al alimón junto al actor Danny McBride, ha sabido conjugar la tensión y el humor sin que los engranajes chirríen.
Todo empieza con un motivo de celebración. Tras el fiasco que supuso H20 (Steve Miner, 1998), una fiesta fallida en honor a las dos décadas del estreno de Carpenter; ¡el pastel ya cuenta con 40 velas!
El punto de partida no puede ser más jugoso. Solitaria, paranoica y armada hasta los dientes, la veterana Laurie (inmensa Jamie Lee Curtis) todavía se muerde las uñas cuando piensa en el monstruo que mató a sus seres queridos en la apacible localidad de Haddonfield (New Jersey). No obstante, su mayor temor no sólo es que vuelva a sentir la afilada hoja de Myers –que también–, sino que la pueda sufrir su hija (Judy Greer) y su nieta (Andy Matichak). Todo saltará por los aires con la inoportuna llegada de unos atrevidos periodistas a modo de caja (fandom) de Pandora.
La película logra el complicado equilibrio de repetir las pulsiones y la estructura del film original –tras una elipsis de cuatro décadas– comprimiendo hasta cierto punto toda la carga emocional, psicológica y reverencial que se ha gestado dentro y fuera de la pantalla durante este período de secuelas, reboots y alumnos convertidos en maestros. Como Robert Mitchell.
En este sentido, Gordon Green y McBride consiguen reconfigurar con acierto unas formas ya desarrolladas –el esperado comeback de Myers a Haddonfield y su regreso a la cacería– con secuencias de intriga e incluso bromas de cosecha propia que proponen aquella pequeña silueta tenebrosa en una esquina del plano subjetivo como casilla –ahora– intercambiable entre víctimas y verdugos. Todo ello, sin perder el norte de un horizonte que lleva grabado a fuego lento el sello Carpenter.
Y así las cosas, Cosmatos y Gordon Green, Mandy y Halloween, goblins y máscaras, imágenes tramposas y deudoras. La distancia es evidente. Pero no hace falta ir a Sitges ni visionar todo lo que las precede para que nos demos cuenta de que son propuestas destinadas a encontrarse, a dialogar entre sí, a rescatar un pasado abierto a todo el mundo y a invocar una última mirada: la del espectador sensato que no entiende de razas ni clases a la hora de disfrutar y pensar un cine (siempre) condenado a retroalimentarse.