17 d’octubre del 2018

Sitges 2018: Aterrados


ARGENTINA ANSIOSA

Un artículo de Carles Martinez Agenjo.

Si algo caracteriza la batería de producciones de terror con vocación comercial que han surgido en la Argentina del nuevo siglo es su autoconsciencia. Voces todavía por consolidarse a escala internacional, como Gonzalo Calzada, Daniel de la Vega y los hermanos Onetti –responsables, estos últimos, de miméticos simulacros giallo: Francesca (2015) y la reciente Abrakadabra (2018)– han demostrado oficio, entre tantos otros, a la hora de confeccionar un cine grapado a las raíces del género. Películas de consumo específico, diseñadas para navegar incesantemente por el circuito de festivales de fanta-terror con la esperanza de que, algún día, el sueño húmedo de Hollywood se materialice en forma de encargo. Un cine de terror, en definitiva, más atento a invocar la exploración de unas formas heredadas que a reforzar los contrapesos de un guión bien labrado.

Quizá lo mejor de todo, cuando accedemos a propuestas de este tipo, llega con el toque genuino, por bizarro, o simplemente delirante, que desmarca un título del resto. Y esto es justo lo que destaca en el segundo largometraje de Demián Rugna. Director, guionista y compositor de Aterrados (2017), uno de los títulos a competición de Sitges 2018, ha rubricado lo más parecido a una celebración gratificante: se alimenta de lo que ya conocemos, pero encuentra un camino propio a través del humor negro y la lectura en presente. Quizá la forma más estimulante de llamar la atención al gran mercado.

Un barrio residencial de Ciudad Jardín (Buenos Aires) muta, de repente, en una plataforma para la fertilidad demoníaca. Un espacio con el que dinamitar la tranquilidad y que –no está de más recordar– se ubica en el mismo terreno donde tuvo lugar la trágica Batalla de Caseros. Quizá la misma mala pata que tuvieron los inquilinos de Poltergeist (Tobe Hooper, 1982) en su segundo hogar, mientras dormían –ignorantes– encima de una tierra manchada de matanzas étnicas. Pero no. Nada que ver.

Nos encontramos en territorio gaucho y lo que aquí destaca son otras cosas. Como la falta de titubeo del realizador de Malditos Sean! (2011). Rugna conjura los tópicos con seguridad –un grupo de investigadores de avanzada edad acuden a tres viviendas para registrar lo oculto sin saber el peligro que corren–, sabedor de que la aplicada planificación de sus secuencias impactantes dará al público lo que pide y, lo más importante, deja respirar a los personajes, expuestos a un auténtico via crucis para que, en los momentos más dramáticos, la historia gotee verdad: la mejor que podría encontrar una película sobre no-muertos que no sólo habla de no-muertos.
Agustín Rittano encarna a un vecino fuera de sí que no entiende lo que le ha pasado a su novia en el cuarto de baño. Demián Salomón a otro que no puede conciliar el sueño por culpa de la visita reiterada de un intruso gigantesco. Y Max Ghione –rostro reconocible y experimentado de la televisión argentina– encarna al inspector Funes, un curtido policía con la sombra de la depresión a sus espaldas que, tras verse envuelto en lo inexplicable, sufre un ataque de ansiedad.


Lo más interesante es que, en dicha secuencia, el encuadre encierra su tez sudorosa y lo acompaña, a través de un tembloroso plano secuencia, mientras sale de una de las casas donde están ocurriendo sucesos paranormales. Escuchamos su respiración agitada y el bombeo de su corazón, a punto de estallar. Harto de todo, arranca el coche y se va. Se detiene en un lugar de la autopista. Se fuma un cigarro con la mirada perdida. Y regresa. Regresa a la fiesta de los horrores. Y lo hace, precisamente, porque está harto. De todo y de todos.

Rugna circunscribe su película dentro de los límites del terror, desde luego, pero lo hace con toda la desesperación, el mareo y hasta la furia del ciudadano que explota, del trabajador que llega al extremo, de la gota que colma el vaso.

Y es que en este cuento de fantasmas irritantes y embarazosos, el uso del diafragma y la poca profundidad de campo no sólo funcionan como dispositivo para desatar el miedo. También para enclaustrar al personaje que sufre por dentro como reflejo de una realidad que nos afecta: la del individuo falto de todo salvavidas en la sociedad del desamparo.

El viaje, sin embargo, no se separa un milímetro de lo que tiene que ser: puro escapismo. Un artefacto de espanto y suspense inclinado hacia la mordacidad, que puntúa la fractura de cráneos, la rotación de vértebras y la huida imposible con afortunadas notas de comedia que afloran a través de las reacciones del reparto. Asimismo, la película –un ejemplo de coherencia narrativa que sabe engastar bromas sin perder el pulso de la intriga– alcanza su cénit no tanto en el generoso clímax –donde flirtea innecesariamente con algún que otro susto fácil– sino en las secuencias que lo anticipan. Es allí donde más vigor demuestra, a medio camino entre el juego con las ópticas y el montaje. También en cómo aprovecha –simbólica y literalmente– las huellas de una elipsis y en cómo utiliza un momentáneo fuera de campo en lo que, sin duda, se antoja la mejor secuencia del film. En ella descubrimos a un niño sentado a punto de tomar la más descabellada de las meriendas que uno pueda imaginar. Un momento estelar, casi un sketch de terror surrealista, que sabe tomarse su tiempo y se sirve del maquillaje, la escasa iluminación y el diálogo entre dos policías atónitos, para propinarle un puñetazo certero a esa estúpida concepción de que los efectos digitales son el recurso sine qua non del mainstream de calidad.

Aterrados está lejos de ser perfecta y a Rugna todavía le quedan quilómetros para adelantar a James Wan, pero sabe lucir –¡y a mucha honra!– una de las escenas más lunáticamente kafkianas que ha dado el terror reciente.