30 d’octubre del 2018

Roland Emmerich: demiurgo destructor


Es fácil detectar en los inicios ochenteros de Emmerich las aspiraciones que lo teletransportaron, a partir de los 90, hacia la élite del blockbuster. Una etapa donde se ubicó en la misma fila que otros titanes del gran business cinematográfico como James Cameron y Michael Bay.

Su esforzada ópera prima –1997: El Principio del Arca de Noé (Das Arche Noah Prinzip, 1984)– y su perspicaz movimiento hacia el fantástico de consumo familiar –Joey (1985) y El Secreto de los Fantasmas (Hollywood Monster, 1987), ambas producidas en su tierra natal, pero filmadas en inglés– funcionaron como itinerario estratégico para llamar la atención del mercado estadounidense –primero el catódico, después el cinematográfico– hasta convertirse en un gestor (más) de encargos multimillonarios para mitigar la inseguridad de las productoras y salvar las salas de cine de toda amenaza. Ya proceda de los mundos del VHS, el Blu-Ray o incluso el VOD.

Sangre y anabolizantes también impregnan su filmografía. Estación Lunar 44 (Moon 44, 1990) fue el visado perfecto para conquistar Hollywood con el taquillazo grotesco-fascista Soldado Universal (Universal Soldier, 1992). Sin embargo, en lo que más destaca este director germánico es en el cine como conjuro universal, es decir, como jornada de puertas abiertas para toda la familia.

La fórmula parece sencilla. El CGI es la razón de ser de sus películas y la épica mitológica, su recurso predilecto: tan expeditivo como eficaz. Y es que hay algo de Aquiles en el Mel Gibson de El Patriota (The Patriot, 2000), o del caballo de Troya en la infiltración de Will Smith y Jeff Goldblum en la nave nodriza de Independence Day (1996), o incluso de odisea contemporánea en el viaje de rescate que Dennis Quaid traza en medio de la América neo-ártica de El Día de Mañana (The Day After Tomorrow, 2004). El problema es que siempre tropieza con lo mismo. Por efectivas que sean las set-pieces de acción y por mucho que insufle emoción entre personajes en medio de la hecatombe; tópicos, previsibilidad y poca solidez narrativa acaban ahogando el drama.

No hay complejidad ni dolor palpable debajo de sus apabullantes tejidos digitales. Sólo dermis rota con esforzado detalle. Cine coherente en su superficial aparatosidad y exasperante en su irremediable tono sensacionalista. Quizá por esto el terreno más adecuado para expresarse ha sido, también, el más contradictorio: puro mainstream disfrazado de exploitation disfrutable y horripilante a partes iguales. Tan poco recomendable para el exigente como acertado a la hora de arrojarse al apocalipsis marciano con el mismo espíritu dionisíaco que una disaster movie.

Mad doctors y camp heroes: un díptico alienígena (y autoconsciente)

Por un lado, el director ha confeccionado una trilogía a medias que bien merece un aplauso. En 1996, estrenó Independence Day, su primera culminación como creador de un espectáculo definitivo para la familia-tipo a escala global. Se desentendía así del sarcasmo y la hemoglobina que salpicaban Michael Paré y Jean-Claude Van Damme en títulos anteriores –también de la competencia, esa ternura marca Amblin made in Spielberg– para abrazar un entretenimiento épico sin complejidad ni doblez donde el delirio ejercía un magnetismo purificador: cuanto más absurdo, más sentido cobraba todo.

La trama comienza con las fases de una ocupación terráquea a la manera de la serie B de los 50, pero llega el 4 de julio y la ortodoxia de aquellas películas abre paso a un juego de niños enfurecidos cada vez más pasado de vueltas. La brigada cuenta con un jocoso Will Smith a modo de reclamo comercial, un mad doctor bicéfalo –Jeff Goldblum como hacker ingenioso vs. un simpático Brent Spiner escondido 24 pisos bajo tierra– y los kamikazes que encarnan un veterano irredento de Vietnam interpretado por Randy Quaid y el Presidente al que da vida Bill Pullman, directos a surcar cielos infestados de naves. Todos ellos, piezas de un puzzle tan simple como efectivo, con evidente aroma añejo y vocación de goce por el simple hecho de gozar de la gran pantalla en una era pre-Netflix.

Al realizador de Stuttgart le da igual que el script descompense. Su film es un acto de placer frontal con el acento puesto en la magnitud del impacto y la textura de lo intrascendente; en el colosal diámetro del platillo volante y la viscosidad de una autopsia; en el estallido de la Casa Blanca –un edificio que suele reventar, más que derribar, como materialización circense de la pesadilla nuclear americana– y neblinas de misterio como escondrijo del odio alienígena más dicotómico. Emmerich, incluso, reserva imágenes momentáneas de poesía residual. Tan acertadas en el plano general de Nueva York devastada con ecos al Franklin J. Schaffner de El Planeta de los Simios (Planet of the Apes, 1968); como ridículas en ese plano contrapicado de explosiones finales que mutan en fuegos de artificio en medio de un cielo despejado y que recuerdan al Matthew Vaughn menos inspirado de Kingsman: Servicio Secreto (Kingsman: The Secret Service, 2014).

Todo ello, sazonado por un patrioterismo vago que traslada la épica individual al esfuerzo colectivo en la más naif de las apelaciones al término mcluhaniano de aldea global. Un gung-ho de entusiasmo gringo que, en el último tercio de película, no duda en olvidar las posiciones beligerantes de la época entre EUA y Oriente Medio. Tampoco en aprovechar esa poética visual de paréntesis con ecos a Schaffner para brindar un gran plano general, casi pictórico, de la estación militar El Toro en ruinas, como perfecto motivo para el levantamiento de resistencia humana. De hecho, esta ubicación real casi podría leerse –a través de sus secuencias de bombardeo, destrucción y reencuentro– como resumen de todo el film: diseñado como aplastante declaración de intenciones a medio camino entre el pasado, el efecto, la broma y la caspa.



Veinte años después, los recuerdos de la epopeya original regresan a la cartelera en un acto de reciclaje trendy en plena efervescencia de reboots y franquicias intersectadas. Independence Day: Contraataque (Independence Day: Resurgence) aterrizó en 2016 como una secuela tardía que parecía repetir la estrategia publicitaria de su predecesora –rostros jóvenes y pirotecnia para despreocupados–, pero con todo el empuje del movimiento fandom detrás y, por suerte, con la autoconsciencia necesaria para sortear los meandros de la megalomanía marca Transformers y amplificar los verdaderos aciertos de la primera película, que no son los efectos especiales, sino su espíritu, humor y personajes secundarios.

En esta ocasión destaca particularmente que algunos hayan resucitado, caso de Spiner; transmutado, caso de Deobia Oparei como guerrero africano invitado a esta nueva fiesta trash; y que hayan regresado más rejuvenecidos que nunca, caso de Judd Hirsch de nuevo en el papel de entrañable papá, configurado esta vez como una suerte flautista de Hamelín en mitad del caos.

El planteamiento tampoco se queda corto. Las dos entregas dialogan entre sí a un nivel de ingenio propio de Marvel Studios en sus mejores momentos. Aunque todo empiece y se desarrolle como era de esperar –la gran revancha alienígena y el segundo contraataque humano–, la amenaza adopta signos de estrés postraumático en el rostro de Bill Pulman, de nuevo en la piel del super-Presidente. Una ansiedad que el veterano arrastra desde la batalla del 96 y que, complejidades a parte, puede extrapolarse perfectamente al vértigo post-11 S que resiente a Tony Stark en la sorprendente Iron Man 3 (2013) tras enfrentarse al fin del mundo en Los Vengadores (The Avengers, 2012).

Asimismo, todo ocurre en un presente-futuro donde la humanidad ha aprovechado la tecnología alienígena que olvidaron los bichos en el primer combate para dar un paso de gigante que, dicho sea de paso, incrementa las posibilidades gravitacionales del meritorio clímax.


Disaster movies, un terreno (más) pantanoso

Emmerich también es dueño de un díptico de corte catastrofista. Y aquí es donde más tropieza. Lejos del canónico Irwin Allen, actualiza el fin del mundo con El Día de Mañana (The Day After Tomorrow, 2004) y 2012 (2009), propuestas harto irregulares sobre el fatalismo geológico. La primera se aplica al simulacro de un resurgimiento glaciar. La segunda, al desgarro y recomposición arbitraria de la corteza terrestre. La cosa promete, desde luego, pero ambas coinciden en un discurso que se antoja nuevamente contradictorio: tan entregado al pan y circo como escalofriante para quienes decidan escarbar en su llamativa superficie.

El film de 2004 se parte en dos. Una primera mitad donde el armageddón avisa y cobra fuerza, y una segunda donde se impone la reacción del héroe y la oda a la supervivencia del fuerte. Éste se ve inmerso en un mundo gobernado por inundaciones, tornados y derrumbes de temperatura que se apoderan de la parte superior de la Tierra a modo de mensaje alarmista sobre un cambio climático precoz. Por suerte, la poética del desastre también se expande –Schaffner again– y encuentra su mejor versión a través de majestuosos travellings donde las grietas y el fuego han sido sustituidos por dunas de nieve como terrible metáfora post-apocalíptica sobre el inexorable paso del tiempo. Lo que tampoco falta, por desgracia, es el drama insulso y aburridos diálogos entre personajes que carecen del magnetismo geek que impregnaba el díptico Independence. Ahora bien, el verdadero miedo llega con el supremacismo latente…

El temor malthusiano del desastre –augurios arcaicos de una superpoblación que extinguirá los recursos terrestres– está ahí, escondido detrás de la ventisca. De hecho, Emmerich –que, como suele hacer, se ocupa de la dirección y del guión– ha radicalizado las teorías del propio Malthus: somos tantos y tan contaminantes –parece decirnos– que la muerte ya está aquí en forma de castigo divino-glacial. Sólo el padre de familia que interpreta Dennis Quaid podrá hacerle frente para reencontrarse con sus seres queridos –y con un desaprovechado Jake Gyllenhaal– mientras Norteamérica y Europa se congelan y México se resitúa como paradójico nuevo hogar: buen apunte irónico de un film de prosaica reivindicación ecologista y subtexto nietzschiano camuflado en esos tiempos de ocio barbitúrico donde (casi) nada se toma en serio.


En 2012, en cambio, la apuesta es mayor. El punto de partida recuerda a El Día de Mañana. En un mundo condenado al estallido repentino, los descubrimientos de una investigación científica son ignorados por los poderes del Estado, que reaccionan cuando ya es demasiado tarde. Sin embargo, la diferencia respecto a la anterior no radica tanto en que la destrucción pase del ciclón y la nevada a los terremotos, sino en la visión mordaz y un tanto misántropa que, esta vez, rige al cineasta. Incapaz de encontrar la coherencia entre sus ansias de aniquilación física y su poco elaborada crítica a las élites de tarjeta gold y pase vip, siempre inmisericordes ante cualquier grito de auxilio.

Jackson Curtis –un divorciado y celoso John Cusack– sigue las pistas de una demolición absoluta augurada por los mayas que lo empujarán hacia una huida con la muerte en los talones. Una esforzada getaway de inmersión digital con aroma a Futuroscope, donde Jackson tratará de salvar a su familia en un mundo que, en el peor de sus momentos, sigue defendiendo la política del derecho de admisión.

Esta atropellada carrera de más de dos horas lo llevará a compartir escena con un reparto de nuevo variopinto –ahí están el mafioso ruso de Zlatko Buric y el profeta hippie de Woody Harrelson en la misma línea geek que comentábamos– en un tour de force dispuesto a superar toda catástrofe posible. Un film entrenado para consumar lo que siempre ha obsesionado a Emmerich: el derribo hiperrealista de todo símbolo de grandeza occidental.

En este sentido, la hipérbole recorre toda la película. Desde sus decisiones de guión –que muta del thriller conspiranoico al melodrama de brocha gorda– hasta las secuencias por las que verdaderamente el espectador paga su entrada. Tanto las que sirven como mero vermut –ese sketch en el supermercado donde el apocalipsis juega un papel clave en la situación matrimonial entre Amanda Peet y Thomas McCarthy– como aquellas que hacen honor a las aspiraciones de Emmerich: escapatorias bajo una lluvia de escombros, tsunamis en el Himalaya, un Titanic turístico y varias arcas de Noé. Todo confirma la más extravagante propuesta del director. Pero también la más insultante.

Su último tramo, engastado en un ridículo dilema moral, termina citando la idea de una burguesía mundial desembarcando en una Ítaca tercermundista: asqueroso eufemismo de un relato de tufo neofascista. Cine atlético sin más. Una falsa Olympia para la generación 2.0.

Con todo, Emmerich es un autor que cuesta adjetivar. No cabe duda de que es un gran creador de paisajes sembrados por el caos, pero también un ejecutor de malabares descompensados a caballo entre la prosa en estado catatónico y el escapismo saludable. Suya es, en definitiva, la máxima expresión de un cine paliativo, obstinado en crear enormes toboganes de absurdo como medicina insuficiente para la nuestra: la era de la distracción multi-pantalla.