CENTAUROS DE LA NIEVE
Un artículo de Carles Martinez Agenjo.
Cuentan las biblias del séptimo arte que “western” –según Georges Albert Astre, por ejemplo– es el único género íntegramente cinematográfico de la Historia –la nuestra, no sólo la del celuloide– y cobija relatos donde el concepto de frontera –moral, no sólo geográfica– adquiere una relevancia metafórica de primer orden. En este sentido, la separación natural entre dos tierras es, quizá, la excusa perfecta para establecer un conflicto sangriento entre dos opuestos. O más. El río –Bravo, Lobo, Rojo, Grande…– se ajusta perfectamente a esta polarización. Indios y vaqueros. Sheriff y bandidos. Héroes y canallas. La lista podría seguir. Sobre todo si nos centramos en John Ford y Howard Hawks. ¿Pero tiene sentido seguir hablando de western? ¿Tiene sentido usar esta palabra en la actualidad? Desde luego que sí.
Tras sufrir y celebrar toda clase de hibridaciones, el western se ha convertido en vehículo. No sólo para abordar conflictos humanos y políticos, como ya hacía antes, sino para engastar en su propio núcleo otros géneros, otros mecanismos: otras formas de narrar.
Consciente de este desplazamiento lateral y de que no está inventando nada nuevo, Taylor Sheridan lo ha vuelto a hacer. Ha convertido la sangre en oro. Su brillantez, recordemos, proviene de la magnífica tarea de guión que llevó a cabo en Comanchería (Hell or High Water, 2016), una película presentada en Sitges que dirigía toda la vorágine de asaltos, asedios y persecuciones que caracterizan las pulsiones violentas del género hacia la comedia, el drama social, la buddy movie y sí, también la crisis económica. Un vehículo, en definitiva, para mantener vivo el western. Insistimos, como algo distinto a lo que fue. Como huella. Como recuerdo.
Y esta vez, no ha sido David Mackenzie quien se ha puesto detrás de las cámaras, sino el propio Sheridan. Su debut –que despierta como thriller, prosigue como investigación policíaca de la desaparición de una chica y remata como lo haría Sam Peckinpah: violencia seca y camaradería– es puro cine. Puro western. Puro espíritu, en definitiva. Se titula Wind River, que además de narrar un thriller de denuncia social incapaz de borrarse de nuestra memoria, lleva el mismo nombre que el tramo superior del río Bighorn, en Wyoming, el inhóspito estado donde se ubica la trama del film.
La frontera, de nuevo, es la metáfora que impera en un gélido espacio donde la vida se transforma en prisión para los débiles, en excusa para la violencia. Y cuando ésta llega, impacta de forma abrupta, salvaje, veloz. Como el ataque a la yugular de una serpiente asustada.
Al igual que el cazador que protagoniza esta ópera prima, interpretado por Jeremy Renner, Sheridan es un avezado francotirador. La clave reside en observar. A los cineastas con los que trabaja. A sus montadores. Wind River es el fruto de la labor de un autodidacta. De un profesional que contempla los engranajes del cine y sabe reproducirlos con acierto. Es decir, que más allá de la inevitable impregnación de tópicos, arquetipos y lugares comunes, se ha erigido como ingenioso conductor del western. Y lo ha pilotado como medio de transporte para poner en práctica sus habilidades: mantener el ritmo, sostener la tensión, detonar las emociones cuando es preciso e introducir con sorprendente delicadeza un flashback en el momento más inesperado de la trama. Como un Almodóvar hipermasculinizado.
Todo funciona y palpita en este neowestern mutante que, por muy lejos que se encuentre de aquellos ríos fordianos, sabe traducirlos al presente sin perder su esencia humanista, sin olvidar que héroe y villano son víctimas de un mismo entorno, de la inclemencia de un lugar que los pone a prueba constantemente. La frontera, parece recordarnos Sheridan, no divide Bien y Mal. Al contrario, los acerca para que aprendan el uno del otro, para que entiendan que la violencia es un río sin nombre.