EL RING DE LA VIDA
Un artículo de Adriano Calero.
El boxeo tailandés o Muay Thai es un deporte complejo. Lo es en su desarrollo y también en su consideración. Algunos no lo piensan como un deporte y otros, en cambio, ven en él un arte (marcial). El arte de las ocho extremidades. Y aunque la relación con los octópodos es inexistente, la sensación de tener uno encima durante el clinch -lucha en forma de abrazo entre dos combatientes- sí que parece verdadera. A veces la vida es ese pulpo. Viscoso, voraz, siempre pegado a ti. Oprimiendo y aprisionándote de un modo incansable. A veces no basta con huir o ceder. Es necesario luchar y aprender la técnica adecuada para enfrentarte a ella. Con puños, codos, rodillas y pies. Pero sobre todo con inteligencia. Tal vez un rezo al alba… y otro al anochecer.
El protagonista de A Prayer Before Dawn (2017), de Jean-Stéphane Sauvaire, es ese pecador que necesita una oración, también un milagro. Billy Moore es un joven boxeador británico que malvive en la ciudad de Bangkok entre peleas sobre un ring y fuera de él. Un día la droga le lleva a la cárcel y el Muay Thai a salir de ella. Sin discursos de autoayuda. Un descenso al infierno, a las entrañas de una cárcel, que tiene más de El expreso de medianoche (Midnight Express, 1978) que de la recién comentada Brawl in Cell Block 99 (2017). No solo porque ambos protagonistas se llaman Billy y sus películas llevan la etiqueta “basada en hechos reales”, sino porque ambos viajan sobre una vía de tren que se trunca en el camino.
La historia de Moore no es solo verídica, sino tan vertiginosa que fascina. Años más tarde escribiría un libro y nos invitaría a todos a pecar y luchar con él, a un aprendizaje forzado. Ahora Sauvaire lo adapta en la gran pantalla y no nos permite concesión alguna. Porque todos somos ese pecador. Billy Moore y el actor Joe Cole, Sauvaire y el espectador. Más claro queda cuando el director sitúa la cámara en la acción y la deja narrar, sin cortes, siguiendo a Cole, que a su vez es Moore, provocando en el público una emoción tenaz y la necesidad de un padrenuestro para compensar… Sin embargo, sigue siendo una tarea pendiente. Durante casi dos horas nadie se detiene a rezar, no hay tiempo para ello. Ni un dios que nos escuche.
Por eso, ante una espiritualidad inexistente, lo corpóreo, el culto a la piel y la carne deviene la única religión posible. Sauvaire recorre con diversos planos cerrados los cuerpos desnudos, sudorosos y tatuados, ora enfrentados en un ring, donde el resultado de la pelea y la coreografía de la misma es lo menos relevante, ora hacinados sobre cualquier superficie de la cárcel. Porque lo matérico también importa. La piedra, la tierra, la lona del ring, la esterilla del sueño… Todo ello es más importante que el silencio de Dios. Moore lo ha sufrido, Sauvaire lo sabe mostrar. Se detiene en los rostros, miradas y sonrisas (o la falta de ellas). Y nadie duda de la veracidad de sus modelos: luchadores, prisioneros, ladyboys… Personas a la deriva en un callejón sin salida. Pero, ¿qué hacer entonces? ¿Qué hacer cuando la vía del tren no se pierde en el infinito sino que se trunca en el camino? ¿Donde encontrar la redención?
Sauvaire lo tiene claro. Precisamente, en esos cuerpos. En la hermandad carcelaria, la caricia de un ladyboy y el consejo de un maestro (también presidiario). La extenuación de un combate mientras el tiempo se detiene… En las personas. Hay algo hipnótico ante la vida (humana). Asimismo, en la manera de mostrarla. La secuencia inicial es, en ese sentido, toda una declaración de intenciones. Moore se dispone a pelear en un combate y un joven tailandés le ayuda en su preparación. Le aplica crema, tal vez balm tiger, la extiende en un masaje certero y la cámara sigue el recorrido. Las manos no dudan. El gesto se vuelve recíproco. Se entremezclan las diferentes tonalidades de piel y se hace evidente la etiqueta de farang, por la pulpa rosada de la guayaba más que por su condición de extranjero. He aquí la auténtica ceremonia de la película, la oración antes de la verdad.
La película pasó por Cannes y se va de Sitges sin premio alguno, pero no los necesita para brillar. Tampoco Joe Cole (Offender, Peaky Blinders, Green Room). Curiosamente es Charlie Hunnam (Pacific Rim, Sons of Anarchy) quien debía interpretar a Moore y, aunque nadie duda de sus capacidades, las de Cole son aplastantes. Le ha sabido dar al personaje, mitad ángel mitad demonio, la profundidad y contradicción necesarias para volverlo humano. Dejando ver en su mirada el alma de un cuerpo musculoso, pero atormentado. Su rostro aniñado, casi afeminado, le imprime una fragilidad que ningún ataque de ira puede esconder. Porque hay algo que Moore necesitaba entender. Los combates de Muay Thai se libran en cinco rounds. Durante los tres primeros los contrincantes se estudian sin dejar de pelear. A partir del cuarto se sale a darlo todo. No se puede salir en el primero con la actitud del quinto… Y es que ya lo decía Lawrence Durrell: "Estar semidespierto en un mundo de sonámbulos es aterrador, al principio. ¡Luego uno aprende a disimular!”