SENDEROS QUE SE BIFURCAN
Un artículo de Carles Martinez Agenjo.
Abordar una Europa al borde del abismo plantea caminos opuestos. A veces, sin embargo, coinciden. Hay quien opta por la vía críptica, desconcertante, casi profética, como Jean-Luc Godard en Film Socialisme (2010). Luego, hay quien utiliza un molde para abrazar la problemática actual. Como Jacques Audiard en Dheepan (2015): un thriller sobre inmigrantes al límite en la Francia suburbial.
Introducir películas tan antagónicas en un mismo saco puede parecer erróneo. Como querer mezclar agua con aceite. Pero ambas aciertan en remachar un mismo clavo. Ambas penetran en la pared de un continente deteriorado por la aluminosis política, económica y social para (tratar de) expresar sus grandes males. El cine, sin embargo, se queda corto. La imagen del pequeño Aylan Kurdi, ahogado en las costas de Turquía es, quizá, la peor síntesis de esta tragedia colectiva. ¿Pero qué otras formas pueden comprimir el desastre contemporáneo? ¿Qué otras imágenes?
Al igual que Cannes el año que ganó Dheepan, Sitges ha entendido que las propuestas que denuncian en presente continuo saben a gloria. Y a titulares. Quizá por esto ha elegido a Jupiter’s Moon, la nueva película del cineasta húngaro Kornéi Mundruczó (White God) como gran triunfadora de esta quincuagésima edición. Lejos del experimento godardiano, narra el periplo de Aryan, un refugiado de origen sirio que, tras ser herido por un policía en un intento de cruzar la frontera hacia Europa, despierta en él un poder sobrenatural que le permite levitar. Otra imagen-resumen. Magnética, desde luego, pero escasa como expresión culminante de un éxodo. Evidentemente, la película no se puede reducir a dicha imagen. Tampoco la situación de los refugiados. Al Festival de Sitges, sin embargo, le ha sentado como un guante una propuesta así encabezando el palmarés. No como zeitgeist de Europa, no como radiografía de ésta ni como espejo de sus habitantes, sino como herramienta de escapismo, como excusa reciente para la fantasía. En este sentido, el segundo premio para Jupiter’s en la sección de mejores –y mal llamados– efectos especiales, ha servido para dar mayor empaque a la orgullosa decisión del jurado.
El galardón a mejor actriz parece apuntar en la misma dirección. Se lo ha llevado Marsha Timothy, la heroína de aroma eastwoodiense de Marlina the Murderer in Four Acts. Dirigida por Mouly Surya, esta producción indonesia denuncia, a través de asesinos machistas, embarazos inminentes y horizontes desérticos capturados mediante un delicioso teleobjetivo, el via crucis de la mujer independiente. Perfecta imagen de un presente que, además de trágico, reivindica. Idóneo “sitges bait” para un jurado que parece haber puesto antes el foco sobre temas de actualidad que sobre las virtudes de las películas a competición. Prueba de ello es el premio a mejor fotografía, que debería haberse llevado Marlina y finalmente fue para A Ghost Story de David Lowery. La película, reseñada con precisión por nuestro camarada Adriano Calero, suma generosos aciertos, pero anteponer su formato hipster en 4:3 al magnífico trabajo de profundidad de campo que se emplea en la película de Surya es, cuanto menos, otra discutible decisión. Y un motivo de intriga. La misma que provoca el palmarés de un certamen donde, 50 años después, el premio a mejor montaje… ¡sigue brillando por su ausencia! Como una imagen fantasmal. O mejor aún, como un chiste que no hace gracia.
Por otro lado, Rafe Spall se ha erigido con la estatuilla a mejor actor por el calvario que interpreta en la terrorífica The Ritual del británico David Bruckner.
Igualmente destacable es la presencia de Thelma en la casilla del premio especial del jurado. Se trata de la nueva producción de Joachim Trier: otro acercamiento a la textura pop de los poderes sobrenaturales. Esta vez, sin embargo, todo acontece en la aséptica y fría Noruega, donde el descubrimiento de la sexualidad por parte de una joven estudiante y su incontrolable invocación a la muerte mediante su trastornada psique proporcionan imágenes que ya no cargan con la deuda del presente, ni de Europa, sino con el recuerdo de un pasado dionisíaco, por sobrenatural. En otras palabras, Trier firma su película lo más alejado posible de lo que hoy entendemos como sci-fi: como un individuo quieto en medio de un iceberg.
Lejos del espíritu lúdico del superhéroe, el cineasta ha optado por mostrar con extrema cautela las cualidades de su tímida y angustiada protagonista, interpretada con solidez por Eilie Harboe. Lo consigue a través de una puesta en escena tan gélida como elegante, capaz de insertar flashbacks con acierto, pesadillas que no chirrían y metáforas de precisión milimétrica. Mención especial merece el plano detalle de un pelo que cuelga atravesado en el cristal de un apartamento o la figura traslúcida de un bebé dormido debajo de un lago helado. Este ingenio pone de relieve la inmensa sutileza con la que el cineasta se agrega, desde la óptica de lo oculto y lo intimista que posee su protagonista, a un universo que raras veces ha mostrado. Menos loable es el guion, que evidencia la inexperiencia con la que Trier aborda un terreno de ciencia ficción inexplorado para él, tropezando con un desenlace más caprichoso que coherente. Sin duda, el premio a mejor libreto para Thelma fue otro error. Más acertado hubiera sido un galardón a mejor posproducción. Pero ya se sabe. Para bien y para mal: this is Sitges.
Seguidamente, la directora Coralie Fargeat se ha alzado con el premio a mejor dirección reivindicando el potencial creativo-sangriento del cine francés con Revenge, un desquiciado debut en forma de thriller de venganza. Y ha rematado el ranking final un equipo cómico integrado por Albert Pintó y Caye Casas, que ha ganado el gran premio del público con Matar a Dios y el mejor cortometraje con RIP.
Los ex aequo de la crítica dinamitan la tradición
Por otra parte, el gran empate de esta edición se ha disputado entre dos propuestas que también se bifurcan: As Boas Maneiras de Juliana Rojas y Marco Dutra, y El Sacrificio de un Ciervo Sagrado (The Killing of a Sacred Deer) de Yorgos Lanthimos se han alzado con el Premio José Luis Guarner. La primera, de procedencia brasileña, pretende lo imposible. La segunda, nueva y esperada película de uno de los autores hype del momento, es lo más parecido a una constatación.
Por un lado, una tierna historia de aprendizaje y supervivencia que narra los primeros pasos de un licántropo júnior adoptado por la criada de una adinerada familia burguesa en la Sao Paulo de vecinos, escolares y mamás sufridoras. Por el otro, una tragedia griega en clave sardónica que Lanthimos utiliza para introducirse en la angustia que sufre una familia estadounidense también acomodada tras recibir la llamada de lo sobrenatural. Esta vez, en forma de amenaza juvenil encarnada por un Barry Keoghan en absoluto estado de gracia. Lo recordamos por la brillante ’71 (2014), también presentada en Sitges.
La diferencia, entre Boas y Lanthimos, es que estas dos propuestas no parecen distanciarse entre sí. Ambas sostienen sobre sus hombros el peso exacto de lo pretencioso. Rojas y Dutra embadurnan su versión doméstica y domesticada del mito del hombre lobo con una pátina de cotidianeidad, humor y cariño que persigue la originalidad de forma obsesiva, con un tono más naif que transgresor, y con la presencia de un monstruito que se desplaza de la gozosa serie B a la más impersonal de las digitalizaciones: ¡puro lavado de cara al género!
La pompa de Lanthimos, en cambio, tiene más que ver con el humor negro y la mala baba. Los lleva utilizando como perdigones desde la asombrosa Canino (2009) para infectar la mitología clásica y señalar, de paso, con el dedo índice y sonrisa burlona, las miserias del individuo en nuestra (supuesta) sociedad del bienestar. Un prodigio, puestos a contrastar, mucho más autoconsciente que la película brasileña. Un Lanthimos en plena forma, menos disperso que en Langosta (2015), para una edición de Sitges que pedía a gritos una buena dosis de absurdo. Justo la que le falta a As Boas Maneiras para rutilar. Sus defectos no sólo radican en la libertad con la que decide saltar de género en género –del drama romántico a la comedia costumbrista como lobotomización del terror fabulístico acuñado por John Landis y Neil Jordan–, sino en la laxitud con la que sus creadores participan en un subgénero de mordeduras, aullidos y evisceración que no les ha dado tiempo a digerir.
El camino, pues, se ha vuelto a dividir. Uno, el de Lanthimos, como espejo de nuestra propia alma. El segundo, como pretexto irónico para desarticular la leyenda del licántropo a través del latido acalorado de la actualidad. Qué lejos queda Europa de todo esto… Nada mejor que el fuera de campo para imaginarla. Sin adornos ni metáforas. Sin atajos posibles a una realidad inasible. Como el llanto de un niño escondido en la arena.