Como en un curso escolar, las épocas del cine siempre revelan alguna que otra nota disonante. La que no cumple con sus deberes para hacer lo que le da la real gana. ¿Pero qué sucedería si el uso de la cámara diese lugar a una hipotética asignatura para todos los directores de la Historia? Muchos de los maestros que hoy figuran en las cabeceras de la cinefilia habrían suspendido por su terquedad. Por su dirección a contracorriente. Buñuel, por lanzar huevos al objetivo. Godard, por importarle un comino la función convencional e ilusoria del montaje. Monte Hellman, por incendiar literalmente el plano final de una película. La lista de incorregibles podría seguir. Por suerte para ellos, el sendero común nunca les resultó atractivo y se dejaron la piel para transformar el cine. Y el uso de la cámara.
Ahora, sin embargo, la realidad es otra. Aquella materia en la que los suspendidos dejaron huella por la vía del gamberrismo se ha convertido en una selectividad donde la expansión de una tecnología digital cada vez más fácil de usar ha provocado el aprobado general. Una buena nota firmada por cada tipo de público. Ojo. ¡Hablamos del uso de la cámara y de su impacto! No de buenas ni malas películas. Hablamos, en definitiva, de un artefacto que, actualmente, ha adquirido la fuerza del demiurgo y la textura del líquido. Y lo ha logrado desde las catacumbas de la posproducción. Lejos de los revolucionarios experimentos de antaño.
Evidentemente, existen milagros como Holy Motors (2012), pero propuestas como Las Aventuras de Tintín: El Secreto del Unicornio (The Adventures of Tintin: Secret of the Unicorn, 2011), Gravity (2013) y Hardcore Henry (2015) apuntan hacia un cine que prefiere ser antes hiperrealista montaña rusa que rebeldía de artesano. La película que nos ocupa se encuentra lejos del terreno anárquico de aquellos maestros, pero tampoco se entrega a muerte con las posibilidades del digital. Especialmente en sus secuencias de acción.
Ahora bien, ¿era necesario abrir tanto el foco para hablar de ella? Mejor reformulamos la pregunta. ¿Acaso toda película, por epidérmica que resulte, no merece la más exhaustiva de las reflexiones? No discriminemos. Se supone que vivimos en democracia. Que se note.
Planos violencia
La propuesta se titula La Villana y es la tercera película de Jung Byung-Gil. Sigue los pasos de Sook-hee (Kim Ok-Bin), una joven entrenada por asesinos y reclutada por los servicios secretos surcoreanos que, lidiando con una doble identidad, deberá enfrentarse a los fantasmas del pasado. Y es aquí donde surge la gran virtud del film. Byung-Gil, que dirige y escribe, se aposenta en el mainstream asiático con una cinta de acción enfebrecida que recuerda a la Nikita de Luc Besson –también es un ejercicio de estilo con huérfana que deviene matona– y comparte antes la textura del ardor y la pirotecnia que del rompecabezas contemporáneo. Su ambición, sin embargo, es mucho mayor que Besson. Reside en el mimo con el que se entrega a la acción. Tres magnas set-pieces, que nada tienen que envidiar a las de Paul Greengrass, ofrecen un espectáculo frenético de sangre, fuego y asfalto. Un festín de movimientos de cámara que evidencian el músculo de montaje de Byung-Gil.
Sin embargo, lo que hace de esta obra un entretenimiento menor en vez de la gran pirueta del año es el flirteo que el cineasta, consciente del gusto popular de su país hacia lo lacrimógeno, lleva a cabo con el drama. La combinación de géneros y los cambios de tono y ritmo arrastran La Villana hacia un terreno indeciso, cargado de tópicos, que no suma por mutante. Más bien resta por irregular.
Por suerte, la cámara llega, cuál el séptimo de caballería, para salvar la función. Sus propiedades actúan como registro total de una agresividad visual que se abalanza sobre nuestra retina. Ilustra ese poder formal la primera secuencia del film: un plano-secuencia –¿o deberíamos acuñarlo plano violencia?– de más de cinco minutos donde la cámara se convierte en los ojos de la protagonista con un frenético point of view, mientras penetra en un edificio infestado de enemigos. Igualmente encomiables son las set-pieces en que Sook-Hee trata de huir de la laberíntica sede de los servicios secretos y, especialmente, el clímax, en que el realizador coreano opta por la persecución en moto con espadas y en recorrer, mediante su aventurera cámara, los recovecos de una pelea que tiene lugar dentro de un autobús en marcha.
“Quería hacer una película de acción desde la perspectiva de un balón en el terreno de juego” –declaró el director en una entrevista para el diario del festival. Quizá la forma más directa de afirmar que su propuesta es como un objeto de cinética constante, como si fuese el verdadero leitmotiv de su película, y que concentra constantemente la atención del público hasta el final. Byung-Gil se equivoca. Su metáfora es imprecisa. Aunque la película contenga todos los ingredientes para el gran cine, peca en su dispersión narrativa y se queda atrapada a medio camino entre el drama romántico poco desarrollado y una dosis de pirotecnia que, aunque supere con creces buena parte de la acción hollywoodiense, no llega a sentar cátedra. Y vista la ambición de la propuesta, sí lo parecía.
Buñuel, Godard, Hellman… Se divisan en un horizonte nostálgico. Otro tiempo. Otras inquietudes. Otra violencia. Otra forma de relacionarse con la cámara. Ahora, la obsesión parece ser otra. Al menos para Byung-Gil. Películas como la suya nos muestran un cine que sólo quiere adoptar la cualidad de lo maleable. Para convertirse en Dios o en balón de fútbol. Lo que está claro es que no podemos reducir el panorama a unos y a otros. Pero es un hecho: vivimos en democracia y el simulacro ha ganado por mayoría absoluta. Nos guste o no.