El 15 de enero de 2009 se vivió el "milagro del Hudson". El impacto de un grupo de pájaros contra un airbus A320 de la compañía US Airways, durante la fase de despegue en el aeropuerto La Guardia, causó una avería mecánica que dejó al aparato sin motores. No obstante, la pericia del capitán Chesley "Sully" Sullenberger marcó la diferencia al ser capaz de aterrizar en el río Hudson y salvar así las vidas de los más de 150 pasajeros. Tras la evacuación completa, el avión se hundió pero poco días después fue extraído del agua y ahora se exhibe en un museo de aviación en Charlotte (North Carolina). La historia de este experimentado piloto ofrece un buen bagaje más allá del acto heroico y así lo vio el productor Frank Marshall cuando se hizo con los derechos de la autobiografía de Sullenberger y encargó su adaptación al guionista Todd Komarnicki. Posteriormente, captó la atención de Clint Eastwood quien decidió convertir a Sully en su nuevo proyecto como director y productor. La última gran pieza del engranaje se completó con la entrada de Tom Hanks para asumir el rol protagonista y una parte de la producción. En suma, este es un proyecto en el que confluyen las productoras Kennedy/ Marshall, Malpaso y Playtone.
La historia de Sully podía abordarse de muy diversas formas y una de ellas sería obviamente la de utilizar el formato convencional telefilmero. No obstante, con Clint Eastwood a los mandos de este avión fílmico, cabía esperar algo más y, en especial, una serie de reivindicaciones que forman parte del carácter y la impronta de este genial cineasta. En primer lugar, Eastwood aprovecha el material para realizar una fuerte defensa del factor humano en un mundo hipertecnológico. Esa es una constante en su cine de las últimas dos décadas pero, en esta película, dispone de cancha para erigir a la figura del piloto en un campeón contra las simulaciones pre-programadas y los cálculos realizados desde un laboratorio lejano. Sully encarnó, con su decisión de mando, una reivindicación contundente del valor de la experiencia en situaciones de crisis. Cuando todos los indicadores recomendaban volver al aeropuerto de La Guardia o al de Teterboro (New Jersey), Sully valoró que eso acabaría en tragedia basándose en sus cuarenta años al frente de un cockpit. La velocidad del avión, la falta de motricidad y la baja altura, sobre un área densamente poblada, fueron factores que el piloto consideró inviables para un aterrizaje de emergencia convencional.
Por contra, en pocos segundos, fue capaz de visualizar una alternativa que podía resultar menos arriesgada pese a la extravagancia que podía suponer: hacer caer al avión en el Hudson, confiando en la flotabilidad y resistencia del aparato. Fue una decisión de máximo riesgo ya que ni siquiera se puede considerar un amerizaje sino un aterrizaje de emergencia en terreno fluvial. Desde que los pájaros impactaron en los motores hasta que el avión contactó con el río pasaron solo 208 segundos. 208 segundos en los que las vidas de 155 personas estuvieron en vilo.
Tras el accidente, Sully (Tom Hanks) y su co-piloto, Jeff Skiles (Aaron Eckhart), sufren de estrés post-traumático y es en este momento cuando la aproximación humana y clasicista que caracteriza a Eastwood como director toma más cuerpo. A través de la siempre solvente interpretación de Hanks, el director consigue trasladarnos la ansiedad y desorientación que sufre una persona que ha tomado una decisión que afecta a un gran número de personas y que, a pesar del éxito final, ha caminado sobre la delgada línea que separa la vida y la muerte durante varios minutos. Nadie puede salir indemne de ello y Eastwood lo aprovecha para someter al espectador a su estado emocional con una serie de visiones en las que Sully cree ver como su avión se estrella en pleno centro de Manhattan, una posibilidad que quizá no habría sido tan descabellada en manos de un piloto menos experto. De nuevo, la huella del 11-S, que ha dejado terribles secuelas en la conciencia colectiva de los estadounidenses, se hace tangible. Esas imágenes nos remiten directamente al pánico que generaron los atentados de 2001 y reflejan que la producción audiovisual norteamericana, a partir de ese momento, ha incorporado un vial nuevo en su ADN caracterizado por un mayor sentido de la vulnerabilidad ante amenazas diversas.
Hablamos pues de reivindicar el factor humano, de experiencia y también de vulnerabilidad. No obstante, todo ello no podría llegar tan nítidamente al espectador sino fuera por una narración de primer nivel. Eastwood cuenta esta historia con un sentido del ritmo excelente, sin caídas ni imposturas, limitando el metraje a poco más de 90 minutos para no saturar y contar lo esencial descartando la fútil retórica. Es consciente que la historia a tratar es corta y aprovecha la película para lanzar su potente mensaje, anteriormente enunciado, intercalando las potentísimas secuencias del accidente con la investigación posterior. Con esta dualidad del relato consigue que la película tenga fluidez y el espectador quede atrapado mientras, sin darse cuenta, va recibiendo los datos necesarios para comprender el suceso. Otros directores habrían optado por un enfoque hiper-detallista que habría roto la conexión con el público. Sin embargo, Eastwood es uno de los grandes narradores de la historia del cine y no necesita extras para construir tensión y conflicto. Si a eso añadimos su habitual rigor y elegancia en la puesta en escena tenemos en Sully una nueva pieza de un mosaico imprescindible para el cine contemporáneo.
Cabe reseñar también el fenomenal trabajo del reparto liderado por un Tom Hanks extraordinariamente cómodo en el rol protagonista. Le vemos resistir, con dificultades pero de forma creíble, los envites de un NTSB (National Transportation Safety Board) empeñado en discernir cuanto hay de pericia y cuanto de temeridad en la decisión operativa del piloto. La posibilidad de perder los beneficios acumulados, tras cuatro décadas en el aire, impregna de tristeza al relato durante su mayor parte y se reafirma en las conversaciones telefónicas que mantiene Sully con su esposa Lorraine, a quien da vida con su habitual veracidad Laura Linney, una de las actrices fetiche de Eastwood (intervino en Absolute Power y Mystic River). También tenemos que destacar la labor de Aaron Eckhart, un actor fiable y eficaz cuyo tinte irónico siempre es de agradecer en sus papeles. Suya es la última frase del film así que emplazo a quien no haya visto la película a comprender el alcance de estas palabras con esa última guinda del guión. Es importante resaltar, además, la labor de otros intérpretes destacados que caracterizan con suma honestidad sus breves roles. Es el caso de Anna Gunn (conocida por su papel de Skyler White en Breaking Bad), Jamey Sheridan, Mike O'Malley, Holt McCallany, Valerie Mahaffey, Sam Huntington, Chris Bauer y Michael Rapaport.
La elegancia de Eastwood se traslada también al epílogo. En cualquier película que recrea hechos reales estamos acostumbrados a unos rótulos convencionales que no por necesarios evitan ser repetitivos. El director opta por una fórmula intermedia en la que da pie a que el propio Chesley "Sully" Sullenberger y los supervivientes del vuelo compartan un momento tremendamente emotivo ante el airbus A320 que ahora se exhibe en Charlotte. Dejar que las palabras del verdadero Sully cierren definitvaente la película mientras nos salpica la emoción y sentimiento del momento no tiene precio. La asepsia no forma parte del territorio Eastwood. Él siempre nos lleva a territorios donde gobierna la agitación y el crepitar del alma. Todos aquellos que no compran la fórmula forman parte de su larga lista de detractores.
Por si fuera poco, la música del film incluye un tema final compuesto en parte por el propio Eastwood e interpretado por The Tierney Sutton Band. El título de la canción es "Flying Home" y su presencia en forma instrumental, a lo largo del film, es un ejemplo del tono que Eastwood insufla a la película: esperanza, melancolía y superación.
Chesley Sullenberger, junto a Eastwood y Hanks. |