Este año, Sitges no sería lo mismo sin detectar a Spock comiendo patatas fritas en la barra de un food truck. O descubrir, mientras uno se lava las manos, las mejores frases del Capitán Kirk en el espejo de los lavabos del Hotel Melià, como la que rezaba: “no existe lo desconocido, sino lo temporalmente desconocido”. El Festival tampoco luciría lo suficientemente sin la gigantesca mano que reproduce el saludo vulcaniano junto a la red carpet del Auditori. O sin el beso de cariño que el cartel y el spot de esta edición han enviado a Star Trek para celebrar los 50 años de una saga que hermana, como la mejor de las religiones, a pequeños y adultos de todo el planeta. Precisamente por esto, la reposición más acertada para honrar su cumpleaños y acompañar los más de 170 nuevos títulos en proyección, no podía ser otra que la primera película trekkie. Sin duda, la más genuina de todas las entregas.
Por suerte para el fan más exigente, justo antes de la proyección de este miércoles, 12 de octubre, el director del certamen, Ángel Sala, anunció uno de los momentos más esperados del Sitges Film Festival. Walter Koenig subió al escenario para recibir un homenaje a su larga trayectoria como actor. El eterno Chekov de la serie original levantó el premio Màquina del Temps, un reconocimiento que también recibirá en Sitges el héroe trash por excelencia de la comedia gore: Bruce Campbell.
Y así, tras una gran ovación, Sitges invocó el espíritu retro que siempre lo ha caracterizado con el Director’s cut de Star Trek, the motion picture (Robert Wise, 1979). Desde los créditos iniciales, gobernados por la banda sonora inmortal de Jerry Goldsmith, la sala se transformó en un acto de pura nostalgia. Como muchos ya recordarán, esta película recuperó miembros de la tripulación de la nave Enterprise, como Kirk, Spock, McCoy, Sulu y Chekov, entre otros. Y lo hizo años después de que la serie de televisión donde se dieron a conocer cerrase una primera etapa.
Consciente de que estaba resucitando un producto añejo y orientado al formato televisivo, Wise logró, a través de un elegante ejercicio de montaje, una de las cartas de amor más sentidas que se le pueden dedicar a un vehículo. La Enterprise volvió a lucir, inmensa, majestuosa, a punto para otra aventura más, en una secuencia que detiene literalmente el tiempo durante casi 5 minutos y que haría estallar al Halcón Milenario en un ataque de celos.
Otro de los grandes aciertos del film es su habilidad para el encadenado poético de planos. En este sentido, el Stanley Kubrick de 2001: Una odisea del espacio (1968), una obra cercana en tiempo y estilo a esta primera adaptación trekkie, sirve de telón de fondo tanto narrativo como estético. Douglas Trumbull, autor del derroche cromático de ambos filmes, muestra aquí una combinación de relámpagos, destellos y explosiones que tiene lugar en el segundo y tercer acto de la trama. En ellos, se narra el verdadero periplo de la Enterprise. Para salvar a la Tierra, deberá recorrer un agujero negro –el mismo que un niño pequeño utiliza como juguete en el entrañable corto Einstein-Rosen de Olga Osorio, también proyectado en Sitges– y enfrentarse a la lógica insana de una peligrosa macro-base de datos que ha desarrollado una inteligencia artificial. Y el estoicismo de Spock, piedra angular de Star Trek, será nuevamente puesto a prueba en un film donde destila magnetismo encarnando a una figura detectivesca tan cargada de matices como de gotas de humor.
Quizá el ritmo, las interpretaciones y la sensación de que Wise confeccionó un capítulo alargado, antes que una película redonda, se antojan como un obstáculo a la hora de traducir a la pantalla grande un material tremendamente arraigado a la serie B. No obstante, a esta producción escrita por Harold Livingstone y basada en las sagradas escrituras de Gene Roddenberry, no le faltan virtudes. Se antoja como un ejercicio tan humanista en su amor a todas las personas y aparatos de este universo, tan generosa a la hora de dar rienda suelta a reflexiones de carácter filosófico, que uno no tiene más remedio que rendirse de nuevo. La inclusión del Voyager real como macguffin en la ficción, el porqué de la existencia, la necesidad de conocer al Creador y el eterno abismo entre lógica y emociones, sedimentan en el cerebro del espectador que, satisfecho una vez más, abandona la sala mientras escucha por enésima vez la melodía de Goldsmith.
Así lo ha exclamado el periodista Àlex Gorina y así lo repetimos ahora y para siempre: ¡larga y próspera vida a una película que todavía reclama nuevos visionados!