Si menciono la palabra “padrino”, muchos pensarán en aquel pariente que hace tiempo ha dejado de visitarles y otros recordarán que aún están a tiempo de mostrarle a su ahijado el cariño que siempre le han tenido, tal vez con un gran huevo de chocolate en Pascua. Eso sí, por la mente de los más cinéfilos pasará la obra maestra del año ‘72, o su secuela del ’74 (porque de la tercera parte sería mejor olvidarse). Sin embargo, si en vez de pronunciar tal palabra, tarareo el vals de Nino Rota, todo el mundo se transportará por un instante a una de las fábulas mejor contadas de la historia del cine. Ese es el poder de la música y, evidentemente, el acierto de Rota y Coppola.
Porque la música es una herramienta muy valiosa para el cine, pero bastante mal aprovechada. Tiene el poder de homogeneizar imágenes y de dar valor a aquellas que no lo tienen; por lo que, muchas veces, la música en el cine no es más que un corrector visual. Como aquella salsa que sirve para mejorar comidas del todo insípidas y que consigue estandarizar sabores irreconciliables. Pero, no nos dejemos engañar. Cuando nos emocionamos ante una secuencia que se sostiene gracias a las Variaciones Goldberg, es a J. S. Bach (o a Glenn Gould) a quien se lo debemos. Ni a la película ni a su director. Para que un cineasta impacte en el espectador con la banda sonora de su film, debería necesitar algo más que una música “bella, alegre, triste o bonita”. Porque todos esos conceptos son tan arbitrarios como los placeres humanos.
Asimismo, la música, que conjuga su capacidad narrativa junto a los otros factores del lenguaje cinematográfico, hace de su película, como mínimo, una mejor versión. Y emociona, también. Siempre que sea lo que se pretende con ella. Pero narra. A partir de las cualidades que la definen y de su relación con las imágenes. Algo que se puede apreciar en la ya mencionada El Padrino (Francis Ford Coppola, 1972) y que el tándem Rota-Coppola desarrolla hasta la perfección en El Padrino II (Francis Ford Coppola, 1974). Recordémoslo.
A lo largo de dicha película suenan, entre otras, dos composiciones musicales bastante significativas, El inmigrante y El Padrino; y lo hacen, por lo general, de manera alterna e incluso en secuencias diferentes. De sus cualidades y de su relación con la imagen, se puede extraer su significado. Por eso, en la mítica secuencia del velatorio de la madre de los Corleone, en la que Michael (Al Pacino) se debate entre el perdón y el castigo hacia su hermano Fredo (John Cazale), las dos piezas suenan una seguida de la otra, dando forma a un diálogo musical, pero también conceptual, que anticipa la decisión final de Michael. Porque no hay mayor sentido en el abrazo o en la mirada, que aquel que se encuentra en el significado de una música bien articulada. Porque no es necesario saber de ritmo, timbre o entonación… Todo ello, nuestro oído ya lo sabe.