18 de setembre del 2016

Blanka (2015). Incluso con los ojos abiertos...

Un artículo de Adriano Calero.




Cualquier persona que haya tenido la oportunidad de escuchar a dos filipinos hablar en su propio idioma, habrá percibido, quizá sorprendido, que las palabras en español e inglés se suceden casi al mismo ritmo que aquellas que se escapan a su comprensión. Hay en ello una clara muestra de la amalgama de culturas que se esconde tras un país que, repartido a lo largo de más de siete mil islas, ha sido demasiadas veces colonizado. Españoles, japoneses y estadounidenses hicieron lo suyo… Tal vez, gran parte de lo que ahora sucede tenga mucho que ver. Tal vez, desenterrar su realidad (así sea de manera parcial) sea también nuestra responsabilidad.

Sea como sea, el director japonés Kohki Hasei lo tiene claro. Tras un primer proyecto de corto documental rodado en las calles de Manila (Godog, 2008), Hasei permanece en la gran metrópolis y agudiza su mirada. Esta vez, para ofrecernos, a modo de experiencia fílmica, el recordatorio que lleva implícito Blanka (2015). Una película que descubre Filipinas y su posible Manila. La Manila de la pobreza, de los niños sin techo, de los adultos también. Pero, concretamente, de Blanka, una niña con mirada de adulta que, tras ser abandonada por su madre, (mal)vive en las calles de la ciudad y busca desesperadamente una sustituta para la misma.


Sin embargo, Blanka no sabe que buscar conlleva encontrar, pero, algunas veces, aquello que no estamos esperando. Buscando a una madre bien se pueda encontrar a un padre, a un hermano y, quién sabe, a toda una familia. Porque Hasei sabe plasmar en su película esa magia que surge de las uniones circunstanciales: aquellos lazos familiares que son producto de la rutina y del espacio compartido. Y de algo más… Una melodía que suena con el roce de las energías, no tan solo de los cuerpos, porque, en definitiva, no todo es materia. Una música que se manifiesta en la película, casi siempre, de manera diegética. A veces, como un simple apunte salido de la guitarra de un ciego vagabundo (que ha dejado de vagar por el mundo, ya que tiene como preferencia hacer del mismo banco un hogar). Aunque siempre vehiculando la película sin apenas hacerse notar. Así, sutilmente, sin forzar al espectador a una emoción comprada.

Tan solo cuando ciego y niña abracen la melodía, dejando lugar a guitarrista y cantante, el estallido emocional se hará inevitable y, con él, el leitmotiv de la película. Una canción originalmente española que, traducida al tagalo, hace surtir los colores, el azul y naranja, de un tándem que recuerda a la belleza de los paisajes filipinos que esta película decide no mostrar. Huyendo de los tópicos (y la contemplación de la naturaleza en el cine filipino ya es uno de tantos), Hasei se centra en sus personajes y les enmarca en una escala de planos que deja entrever la influencia de lo urbano. Una mirada que, por momentos, recuerda a la de su compatriota Kitano y al modo en que decidió abordar la singularidad de otra pareja: la de Masao y Kikujiro (El Verano de Kikujiro, 1999). Pero que se torna única en su capacidad de mostrar la ficción como si fueran un documental, y viceversa. Sin detenerse en el drama para regodearse, sino al sugerirlo como parte de un todo en nuestra evolución.



Pareciera, entonces, que los sueños (no soñados) de una noche a la intemperie pudieran hacerse realidad. Pareciera, también, que la fama fuera la única repuesta a nuestros anhelos y luchas, obviando el castigo del que tantas veces se acompaña. He aquí nuestra sociedad actual. No, en Blanka no se pronuncia dicho discurso: la fama es para aquellos que pueden concursar en el gran juego de la vida, asimismo conocido como competición. No, aquí se piensa otra realidad. No se trata de comprar una madre, sino de merecerse su afecto. Y sino es el de ella, el del mundo al que representa. Porque, a diferencia del ciego, es el mundo el que aparenta tener problemas para ver.