Un hombre llamado Dolor
- Amores perros (o un portentoso debut en forma de visceral denuncia a la sociedad mexicana, a sus máscaras e imposturas, que devuelve el hombre a su estado más animal).
- 21 gramos (o el peso del alma en otra agitada historia de destinos cruzados).
- Babel (o una lograda relectura del legado bíblico que simboliza la incomprensión intercultural de un monumento condenado a la ruina mediante la incomunicación de los seres humanos pese a que habitan un mundo interconectado por la globalización).
- Biutiful (o una errónea lección ortográfica como metáfora de las miserias de la Barcelona de extrarradio).
- Birdman (o el título de un póster en segundo plano, embutido en el desordenado camerino de un actor venido a menos donde los fantasmas de su pasado resurgen en forma de oscuro alter ego).
Casi todos los títulos de las películas de Alejandro González Iñárritu obedecen a instantes concretos de las mismas. Evidentemente, no las reducen a estos momentos, sino que son una puerta para acceder a toda su riqueza. Estos títulos también conducen a conceptos de rabiosa actualidad y a una mirada trascendental que disecciona el ser humano en un entorno hostil. ¿Acaso el alter ego de Michael Keaton en Birdman (2014) no satiriza la oleada de superhéroes que Hollywood está manufacturando sin fechas de caducidad? ¿Acaso 21 gramos (2003) y Babel (2006) no marcaron tendencia con una genuina narrativa coral tan presente en la artificiosa Crash (Paul Haggis, 2004) como en la soberbia Al Otro Lado (Fatih Akin, 2007)? ¿Acaso la filmografía de Iñárritu no posee un cariz religioso a la hora de abordar cuestiones como la muerte, el castigo y la culpa?
El Renacido, un film bigger-than-life-&-based-in-true-events con claras posibilidades de triunfo en los Oscar, es la mejor respuesta. Su título bien puede leerse en una secuencia preciosa: Hugh Glass (maratoniano Leo DiCaprio), un cazador gravemente herido por el ataque de un oso y abandonado a su suerte en medio de la América salvaje, desaloja el vientre de un caballo muerto tras haberse refugiado en él durante una ventisca. Sin embargo, el mejor plano de dicha secuencia no aparece cuando Glass desocupa el animal, sino cuando se introduce en él. Iñárritu escoge el enfoque cenital para fundir a negro una imagen que se antoja una metáfora del eterno abismo divisor entre el reposo y la angustia. Llegados a este punto, la película se ubica, de paso, en ese perfecto punto muerto en que la Sandra Bullock de Gravity (Alfonso Cuarón, 2013) se permitía una siesta en posición fetal antes de volver a los infiernos del espacio.
No obstante, hay una diferencia simbólica entre la postal de Cuarón y el refugio hípico de Iñárritu. Mientras la primera se percibe como un precioso respiro metido en calzador en una película de guión flojo, la segunda nada tiene de gratuita, dado que se trata del resultado de una secuencia anterior. En ella, el personaje de John Fitzgerald (monstruoso villano encarnado por Tom Hardy) cuenta a su acompañante Bridger (prometedor Will Poulter), alrededor de una hoguera nocturna, la milagrosa historia de una ardilla que, años atrás, salvó a su padre de la desnutrición tras extraviarse por el bosque durante días. La ardilla, que Fitzgerald bautiza como un “regalo divino”, sirve de anticipación al improvisado refugio que Glass deberá disponer para salvar el pellejo.
Lejos del moralismo y del cine carca, las resonancias del Antiguo Testamento emergen con facilidad en una película en la que asistimos al terrible via crucis de un hombre capaz de hipotecar su cuerpo para consumar una terrible misión: vengarse. La soledad, el sufrimiento y una espiritualidad que aparece en forma de manifestaciones oníricas y que cobra todo su significado en las entrañas de un caballo convierten al protagonista en una suerte de Jonás. Y es que su arquetipo no se refleja únicamente en la figura del vengador, obsesionado por dar caza a un villano traicionero, sino también en el profeta bíblico, su calvario y el salvavidas que Dios le envió. En otras palabras, Iñárritu cambia ballena por caballo en una película que, pese a que no aborda las Escrituras de forma explícita, es hermana de Noé (Darren Aronofsky, 2014), dado que insiste en defender –con más fortuna que Mel Gibson– una vuelta a lo sagrado a través de la épica descomunal en pleno siglo XXI: una época espoleada por el nihilismo y las críticas incendiarias contra todos y todo.
Paraíso maldito
Lo trascendental es una flecha que atraviesa El Renacido. También una deliciosa pátina que jamás debe percibirse como obstáculo, sino como una lupa que amplía la profundidad de la película. Sin embargo, hay una clara diferencia entre las primeras producciones de este cineasta mexicano, confeccionadas junto con su antiguo guionista Guillermo Arriaga, y las que llegaron tras su divorcio profesional a partir de la también espiritual Biutiful (2010): menos equilibradas y complejas a nivel narrativo, más excesivas y ambiciosas a nivel formal.
Su última producción es una maravilla, pero también una consecuencia de este cambio de rumbo. El Renacido prefiere acumular una batería de secuencias explosivas hasta el agotamiento en vez de forjar una progresión dramática que conceda riqueza al texto y que sea capaz de rivalizar, para poner un ejemplo contrario, con la estupenda Los Odiosos Ocho (Quentin Tarantino, 2015).
Afortunadamente, el asombro y el éxtasis son los ingredientes que más sedimentan en el espectador como puro goce primitivo ante una pantalla. En este sentido, la labor del director de fotografía Emmanuel Lubezki –multipremiado por su artesanía focal en las últimas películas de Malick, Iñárritu y Cuarón– es fundamental para alcanzar el sobresaliente mediante grandes angulares paisajísticos de una belleza inconmensurable.
El Renacido es una historia donde la obsesión de Glass, un hombre que habita en una tierra salvaje, araña el guión hasta dejarlo en los huesos; donde los planos-secuencia se convierten definitivamente en marca del autor; donde la violencia salpica la pantalla emulando al Werner Herzog más aventurero mientras que el deus ex machina de un indígena salido de la nada que cura y protege al protagonista recuerda al Akira Kurosawa de Dersu Uzala (1975). El Renacido también es una película donde el bosque adopta forma líquida (por impredecible) y donde indios y vaqueros, cazador y víctima, rastreador y presa, nacimiento y muerte, se convierten en peces de un mismo río.
Asimismo, la nueva película de Iñárritu pertenece a un género y a unos personajes que son trasladados de los áridos desiertos del cine clásico a las inhóspitas montañas nevadas del moderno para recordarnos, una vez más, que el western, además de vivo, sigue abierto a nuevas lecturas. Como la que brinda aquí el cineasta mexicano, empeñado en trascender mediante la poética de un paraíso maldito condenado a la contemplación.