Hasta que llegó su madurez (con spoilers)
Imaginemos que en 1840, tras el fin
de la I Guerra Carlista, coincidieran
bajo el techo de una cabaña perdida por los Pirineos un joven liberal, ferviente defensor del reinado de Isabel II, y otro de postura
absolutista, todavía con el rencor de la derrota en mente y el deseo aún
latente de que España regrese al Antiguo Régimen. Fuera de la cabaña, en
plena naturaleza, una fortísima ventisca les dificulta salir a mear siquiera. Por
si esto no fuera suficiente, de repente, penetran en la vivienda 6 individuos
más que encierran, detrás de sus teces enrojecidas por el frío, un terrible
secreto que no tardará en salir a la luz.
Aunque sea por un instante, cambiemos
a España por Estados Unidos y a los
Pirineos por las gélidas montañas de Wyoming.
Sustituyamos al liberal por un ex soldado unionista, fiel seguidor de Abraham Lincoln, y al carlista por un
confederado, lamentable defensor del esclavismo negro. O mejor aún,
remplacémosles por un militante de la CUP y otro de las juventudes del PP tras
las elecciones autonómicas de 2015. O por un pro-Gauche y un pro-Le Pen.
Liberales contra carlistas, unionistas frente a confederados: izquierda vs.
derecha.
Una cosa queda clara. La octava película
de Quentin Tarantino se inmiscuye en
terreno político. Como parábola, sin embargo, no puede ser más esquemática. Lo
evidencia su premisa y lo refuerza el educado Oswaldo Mobray (interpretado por Tim Roth) en una divertida secuencia de
la película en la que este personaje de supuesta procedencia inglesa,
consciente de la tensión que se respira en el pequeño ambiente, plantea un juego
simbólico para mantener izada la bandera blanca: la cabaña queda físicamente
dividida entre el Norte y el Sur de EEUU, a excepción del bar, que se convierte
en punto neutral. En cualquier caso, la película es mucho más que otro juego de
referencias y orgías gore típicamente tarantiniano. Salvando las distancias, Los
odiosos ocho se erige como lo haría el célebre grupo artístico Equipo
Crónica con la realidad sociopolítica del tardofranquismo y la Transición: se trata de una obra posmoderna de estética
“cool” que, por epidérmica que pueda parecer, encierra en realidad una poderosa
reflexión crítica ante determinada situación sociopolítica.
El (todavía) énfant terrible de Hollywood ha universalizado un relato
sobre bandos condenados al conflicto, sobre un pasado y unas heridas que, pese
a ser eminentemente americanos, afectan tanto a autóctonos como a forasteros. Lo
consigue gracias a una película que vuelve a versar sobre el racismo y que, una
vez más, fija la mirada tanto en la historia del cine como en su propia
filmografía.
Un estimulante desplazamiento lateral
El resultado, digámoslo ya, es otra
joya, marca de la casa, que repite grandes jugadas anteriores, pero también
aporta frescura mediante un guión y unos personajes que nada tienen de
previsibles y que oscilan a lo largo de una escala de grises que empezaba a
echarse de menos en sus últimas producciones, a excepción del complejo mayordomo
esclavista de Candyland que interpretó Samuel
L. Jackson en la sintética Django desencadenado (2013) y el
detective-nazi-convertido-en-cazarecompensas-sin-escrúpulos que dibujó un
icónico Christoph Waltz en la
irregular Malditos Bastardos (2009). Sin embargo, con Los odiosos ocho, Tarantino no ha subido
un nuevo escalón. Su cine sigue donde estaba, pero al igual que Nicholas Winding Refn con la
milimétrica Drive (2011), el
director de Pulp Fiction (1994) ha realizado un desplazamiento lateral, lo
que se traduce en un perfeccionamiento de sus formas. En esta nueva película,
Tarantino:
- Invita
a la investigación: su obsesión cinéfaga vuelve a reciclar imágenes y gestos de
segunda (y tercera) mano, un hecho que empuja nuevamente al espectador a
enfrascarse en una intrincada arqueología visual.
- Contiene
una mayor riqueza de arquetipos: el repertorio de ejemplos que amplían,
subvierten y entremezclan los modelos que subyacen debajo de los personajes se
antoja, una vez más, inagotable. El sheriff, el verdugo y su prisionera, el
desertor, la banda… Todos ellos vienen precedidos en esta ocasión por una forma
anquilosada de ver el mundo que reduce la sociedad a 3 focos de atención. Por
un lado, existe el “yo”: el juez Ruth (autoparódico Kurt Russell), la masculinidad americana y su forma de ver un mundo
convulso en el que no te puedes fiar de nadie. Por otro lado, están “these”, ese
grupo de personajes enigmáticos que se irán quitando la máscara poco a poco, y “that”,
Daisy Domergue (soberbia Jennifer Jason
Leigh), una mujer maltratada no sólo por su obvia vinculación al lado
oscuro de la ley, sino por haber roto una lanza a favor de la feminidad en una
época gobernada por penes erectos, como bien ejemplifica Samuel L. Jackson en
uno de los monólogos más despiadados de los últimos años. Y finalmente, “this”:
una etiqueta grabada con sangre sobre las personas de color que, sin embargo,
el personaje del Mayor Marquis (encarnado por Jackson) consigue sortear con
endiablada astucia sin necesidad de emprender el ya conocido camino de la épica
y los ideales, demostrando que puede ser tan canalla como el peor de los
racistas sureños.
- Regala
diálogos de granito: las conversaciones siguen dejando huella en una película
que nada tiene que envidiar a David
Mamet, dado que, por primera vez desde Jackie Brown (1997), logra anteponer
el clasicismo de la progresión de la intriga al volcán descontrolado al que nos tiene acostumbrados: un regalo para el buen cinéfilo y una
bofetada para el fan más infantil.
- Es
otra experiencia anacrónica: Roadshow Version es la proyección de la película
en el formato pensado originariamente por el propio Tarantino (70 mm y Ultrapanavision). Desgraciadamente, el
target español únicamente podrá visionarlo en la sala Phenomena Experience de Barcelona. Ésta concede la oportunidad de
disfrutar de la siniestra apertura musical del galardonado Ennio Morricone, la detención de la proyección a la mitad para
aprovisionarnos de palomitas y estirar las piernas y, una vez acomodados de
nuevo, la sorprendente aparición en off de un breve narrador de espíritu
brechtiano que nos distancia del relato anunciando un tremendo giro de guión. Del mismo modo que en las sesiones
Grindhouse –aquel homenaje a la serie Z y a los programas dobles que supuso la
proyección conjunta de Planet Terror
y Death Proof (Robert Rodriguez &
Quentin Tarantino, 2007)–, el
director de Tennesse certifica que la cinefilia es una materia que trasciende
los límites de la pantalla.
La paciencia tenía un precio
Desde el fracaso de la mentada Jackie Brown (1997), Tarantino tomó un
rumbo específico con una serie de películas que, pese a lo estimulantes que
resultan en algunos de sus pasajes, siempre avanzaban en una misma dirección:
la del viaje vertiginoso de locura, venganza, caricaturas y excesos.
Afortunadamente, su nueva película elige
un camino distinto, gracias a la inclusión de una nueva referencia que
trasciende todas las otras. Se trata de la estructura de las “whodunits” o
novelas de intriga con asesino enmascarado. Concretamente, 10 negritos de Agatha Christie, un material que permite
al autor desenvolverse en un guión mucho más progresivo que los anteriores y
desplegar una intriga que, tras cocerse a fuego lentísimo, desemboca en un
clímax donde –¡sorpresa!– los secretos y las pasiones estallan sin que el
director pierda el equilibrio ni por un instante. Sin que el niño acabe
destrozando los juguetes con los que suele crear genuinos universos. En otras
palabras, Los odiosos ocho (2015) se antoja, por su desarrollo en un espacio
cerrado y el espíritu de buddy movie
hawksiana que palpita bajo el desenlace, una película más cercana al gran debut
–ese tour de force llamado Reservoir Dogs
(1992)– que no al orgiástico clímax de su penúltima película, Django Desencadenado (2013), en la que
–a mi gusto– Tarantino perdió algo más que el control de la situación.
En este sentido, otro de los grandes
aciertos de Los odiosos ocho es su
encomiable estatismo. A diferencia del díptico Kill Bill (2003-04)
–aquella oda casi vanguardista al movimiento cuya protagonista se alimentaba de
los retazos de cine que encontraba a su paso, como si de un parásito
cinematográfico se tratara–Tarantino apela ahora a la quietud. El crucifijo de
madera helado en mitad de la nada que aparece en el primer plano-secuencia, la
puerta de entrada de la cabaña que debe cerrarse con clavos cada vez que se
abre, los picados enfáticos del cineasta… es motivo suficiente para derribar la
frontera invisible que existe entre los personajes y desestabilizar sus roles
hasta mezclarlos entre sí.
Otro interesante plano-secuencia es
el que cierra la película. En él, dos contrincantes con discrepancias políticas
(Jackson y Walton Goggins) se
convierten en socios por necesidad. Ensangrentados y cansados, ejecutan la
ardua misión que debía llevar a cabo el fallecido juez Ruth: ahorcar a su
prisionera. La cámara recorre el escorzo
de la pierna de la delincuente, que cuelga del techo, hasta detenerse en su
cartuchera: perfecta síntesis de la inutilidad que simboliza a otra estrella apagada
en el firmamento del salvaje oeste.
Justo en frente, Jackson y Goggins
contemplan satisfechos una situación en la que Tarantino es el verdadero juez y
verdugo de una película de laboratorio que termina como lo haría el mejor Hitchcock. La falsa carta de Abraham
Lincoln es un delicioso macguffin
que pone en evidencia la absurda brutalidad de un mundo infectado por la
mentira y la falta de ideales. Un mundo, sin embargo, que nada tiene que ver ya
con la visión romántica de aquellos western crepusculares de Sam Peckinpah y George Roy Hill. Un mundo
donde las palabras “venganza” y “épica” han perdido todo su significado. Un mundo, en definitiva, donde Tarantino ha
sido capaz de utilizar la violencia con otros ojos: los del genio capaz de
reinventarse a sí mismo a través del calado político, la madurez estilística y
la paciencia narrativa. Aunque sólo sea por esta vez.