16 d’octubre del 2024

Sitges 2024: El Baño del Diablo (Des Teufels Bad, 2024)

EN UN TIEMPO FÍLMICO

Un artículo de Adriano Calero

Hace nada que el film Presence de Steven Soderbergh inauguraba la postrera edición (la quincuagésimo séptima) del Festival Internacional de Cine Fantástico de Cataluña: el Festival de Sitges para los amigos. Diez días más tarde, o 230 largometrajes después, nuestro certamen cinematográfico de referencia llegaba a su fin. Sitges se despedía de nuestras vidas, como suele ser habitual, con una doble clausura. Una oficial, gala incluida, durante la cual se proyectó Nunca Te Sueltes (Never Let Go), la nueva aportación de Alexandre Aja (cuyo estreno comercial está previsto para el 31 de octubre), antes de culminar con otro cierre más popular, en el que las maratones cinéfilas ofrecieron un colofón en mayor concordancia con la desmesura de todo el Festival. Hace nada que vivíamos atiborrándonos de cine y, a pesar de la irregularidad cualitativa o de la exigencia que provoca el exceso, hoy todo es nostalgia. O trastornos propios de un síndrome de abstinencia fílmica. Por eso, gracias a esos caprichos de la percepción temporal, la intensa luminosidad de Sitges sigue alumbrando. Dialoga ahora con nuestro presente como ayer dialogaba con la oscuridad de las salas de proyección. Todavía perdura la luz y, sobre todo, el buen cine. No solo en nuestra memoria. Tomen nota.

Sorprende positivamente que varias de las películas proyectadas tengan una fecha de estreno definida y cercana. Llegarán en cuestión de semanas obras como Cloud, la última rareza de Kiyoshi Kurosawa, quien estira los límites del thriller hasta dar con un resultado tan mordaz como terrorífico: un camino hacia el infierno lleno de erróneas decisiones (y de malas intenciones); o la película de animación Mariposas Negras del documentalista David Baute, quien reescribe el drama real de mujeres y familias desplazadas por culpa del cambio climático, actualizando y mejorando la denuncia de su anterior documental Éxodo Climático (2020). Y se estrenarán otras dos maravillas en los primeros días del próximo año, tonalmente en las antípodas: El Segundo Acto (Le Deuxième Acte), la nueva genialidad de un habitual de la casa como Quentin Dupieux, quien huyendo de toda corrección política y convención narrativa nos sumerge en una mordaz reflexión metacinematográfica, que es asimismo sátira actoral y social; y Maldoror de Fabrice Du Welz, otro asiduo director del Festival, quien recupera los crímenes sexuales que salpicaron durante los años noventa a toda la cúpula policial y judicial belga, en una intenso thriller cuyo ritmo está intrínsecamente ligado a la propagación del mal que nos muestra.

Pero si hay una obra que el público debería esperar y que llega lo suficientemente pronto como para que la expectación no decaiga (el 15 de noviembre), es evidentemente la película ganadora de la Sección Oficial: El Baño del Diablo (Des Teufels Bad), de los guionistas y directores austriacos Severin Fiala y Veronika Franz. Un tándem creativo que repite en Sitges por tercera vez, tras la premiada Goodnight Mommy (2014, Méliès d'or a Mejor película) y The Lodge (2019), y que en esta ocasión cuenta con la garantía de Ulrich Seidl en la producción (quien es, curiosamente, tío de Fiala y marido de Franz). Toda una familia creativa que ha conseguido dar con la fórmula perfecta en El Baño del Diablo. Un film tan impactante y sugestivo en el apartado visual como lo es en su guión, el cual sorprende además con un inesperado valor periodístico. De un modo que, pese al evidente dialogo formal con el folk horror, sabe aflojar el corsé del género que lo viste, dando lugar a un drama histórico que se puede medir en cualquier liga.


Y es así como en este Sitges 2024, tras años de premios discutibles y películas entronadas difíciles de imaginar fuera de los circuitos habituales del género, El Baño del Diablo triunfa y parece contentar a casi todos. Triplemente premiada, ha recibido el mayor galardón tanto por parte del jurado de la sección oficial, así como ha obtenido el Premio de la crítica José Luis Guarner y el Premio del Jurado Carnet Jove. Un plural reconocimiento que se suma al Oso de Plata ganado por su contribución artística sobresaliente en la Berlinale y a la elección del país austríaco como representación en los próximos Premios Óscar. Y aunque un futuro galardón de Hollywood parece improbable, El Baño del Diablo es en sí misma una victoria del cine a perpetuidad. Lo es en su pulso fílmico y en el desarrollo histórico que ofrece, en su capacidad divulgativa y en el modo como, mostrándonos el pasado, nos interpela desde el presente. Pura lección de historia. Incluso la sinopsis suena a actualidad: la depresión de una mujer que, al no encajar en sociedad, se autoexige hasta la enfermedad. Así suceda en el s. XVIII y la melancolía nos sumerja, literalmente, en el baño del diablo.


LA ANTESALA DEL MAL

Es fácil imaginar como en el pasado una simple depresión (que nunca es simple) era motivo suficiente para que te percibieran bajo un estigma diabólico. Desde la ignorancia popular de la época y por culpa de tanta superstición religiosa (que los barberos hicieran de médicos tampoco ayudaba), era imposible sanar a quienes padecían de una tristeza profunda y permanente. Dicha resistencia melancólica era entendida como obra del mal y, precisamente, el baño del diablo era ese espacio intermedio entre lo terrenal y la definitiva posesión demoníaca. Una triste evolución para una problemática que desde la Antigua Grecia se había abordado desde la filosofía o la ciencia. Sin soluciones concluyentes, pero sin la nebulosa del prisma religioso. Para Aristóteles, según Problemata XXX (o según las notas de su alumno Teofrasto), la melancolía era un síntoma de la excepcionalidad de los grandes personajes, de las mentes sensibles. Queda claro que durante el medievo lo vieron de otra manera.

Por todo ello, siempre será más fructífero quedarse con el devenir histórico posterior, con la aportación artística de melancolías como la de Alberto Durero, Edgar Degas, Edvard Munch, Edward Hopper o, ya en nuestro terreno y en nuestro milenio, la de Lars von Trier (Melancolía, 2011). Ahora es el tándem creativo austríaco compuesto por Fiala y Franz quienes abordan en El Baño del Diablo las complejidades de la condición humana: la frontera entre el yo interior (consciente e inconsciente) y el mundo exterior, entre el individuo y la otredad, y sobre los conflictos derivados de tanta incomprensión existencial. Parten de una terrible realidad acontecida en el contexto de los siglos XVII y XVIII en el que cientos de personas (más de 400 casos reales en los países de habla germana), en su mayoría mujeres, optaron por el crimen para evitar la condena eterna que suponía el suicidio. Bajo el prisma religioso, era mejor matar y arrepentirse en la confesión, que quitarse la propia vida.


Así comienza El Baño del Diablo, con el llanto de un bebé que hiere emocionalmente desde el fuera de campo. Le sigue un asesinato y una confesión. Una madre que asesina a su propia criatura. Tal vez, como una declaración de intenciones sobre lo que vamos a ver y a sufrir. Aunque El Baño del Diablo continúe con la vida de otra mujer, con la historia de Agnes: una humilde campesina que abandona la casa familiar al casarse con Wolf y que ansía la maternidad más que nada en su mundo. Pero es la dura realidad de antaño en los profundes bosques del norte de Austria y la soledad del domicilio conyugal aquello que realmente encuentra. Exigencia e incomprensión. Y paulatinamente, la depresión. La melancolía puede (sobre todo, podía) suponer un viaje de no retorno y es así, a fuego lento, como el film gana intensidad. Para alcanzar al final del camino la excelencia. Aunque la precisión y el mimo cinematográfico con el que se ha hecho El Baño del Diablo conmueve desde el primer instante.

Por un lado está la veracidad que rezuma la película. La documentación preexistente facilitada por la historiadora Kathy Stuart es un gran punto de partida. Los directores Franz y Fiala se apoyan en casos reales de la época, en sus registros históricos judiciales, y escriben su película a partir de los interrogatorios y de las confesiones criminales que contienen. Eva Lizlfellnerin es una de las voces del pasado, la interrogaron en tres ocasiones. Agnes es su reflejo. Por eso la película resulta tan verosímil. Y todo suma en la adecuación de la fidelidad histórica: el casting, la caracterización, el vestuario, el maquillaje, los amuletos o el atrezzo que las representa, las prácticas diarias y los rituales del momento (boda y sacrificios incluidos). Todas ellas son voces del pasado que emergen en el presente fílmico como figuras naturales del lugar. La labor de los directores en la puesta en escena es tan rigurosa como el diseño de personajes. Mas la actuación de la actriz protagonista quien encarna a Agnes, Anja Franziska Plaschg, es claramente el resultado de un talento interpretativo extraordinario.

Lo admirable es que Plaschg sea antes cantante (y compositora) que actriz. Conocida principalmente por su proyecto musical Soap&Skin y por canciones como Me and the Devil de la serie Dark, Plaschg apenas cuenta con dos trabajos en la actuación (Still Life, 2011, y The Dreamed Ones, 2016). De ahí que fuera inicialmente propuesta como la compositora de la banda sonora del film (que asimismo firma) y que la oigamos tararear y cantar a modo de manifestación vital del personaje. Porque los directores vieron en ella a la Agnes real y el resultado lo confirma con creces. Plaschg te atrapa en su devenir emocional, el de Agnes, conduciéndonos sutilmente hacia una tragedia llena de matices. Su labor culmina con una de las interpretaciones más desgarradoras, exuberantes y alucinadas que se han podido ver en Sitges. En una secuencia donde el susurro se confunde con el llanto y el llanto con la alegría desmedida. Y la pasión en la mirada. Sentimos el triunfo del alma sobre la muerte. Como si Plaschg sonorizara la inolvidable interpretación de Maria Falconetti, en una composición que nos invita a recordar La Pasión de Juana de Arco (La Passion de Jeanne d'Arc, 1928) de Carl Theodor Dreyer. La abstracción espacial y el predominio del rostro sobre el fondo. Tan solo impresa sobre ella la sombra reticular del confesionario. Unas rejas que dialogan con las rejas de otro rostro, de otra mujer. En la película y a través de la historia.


El Baño del Diablo es, sin embargo, una película que se manifiesta cómodamente en el plano general (y en el gran plano general). La escala utilizada es múltiple y cuando la vida fluye la cámara se acerca desplazándose en su seguimiento, pero los directores y el director de fotografía Martin Gschlacht (quien repite con Fiala y Franz tras su primera colaboración en Goodnight Mommy) impactan numerosas veces con composiciones fijas alejadas del objetivo. Es la distancia moral y el estatismo provocado por los crímenes que se muestran, pero es asimismo la prueba fehaciente del vacío que queda tras semejante monstruosidad. Los personajes, a veces imperceptibles en la lejanía, se difuminan en un marco de belleza natural, aislados, perdidos ante su destino. Se siente la tensión entre la inmensidad de la naturaleza y su gélida belleza, filtrada por la cámara con una fría temperatura lumínica. Llega la noche y con ella el fuego de antorchas, calderos y velas que irrumpen en la oscuridad intentado infructíferamente ganarle terreno a las sombras. La ambientación está servida.

He aquí una película que será difícil de olvidar y, aún así, pese a sus potentes imágenes, solo quedará su significado. Porque es el drama narrado el que se erige por encima de todo y de todos. Y si impresiona la tragedia de un pasado remoto, convence por su paradójica actualidad. La directora Veronika Franz lo ha comentado en más de una entrevista. El conflicto sigue vivo. Puede que no busquemos la curación en la sangre del prójimo, pero aún queda mucho camino por recorrer en el terreno de las enfermedades mentales. El trayecto parece aún más largo por el camino de la sociedad actual. Han pasado casi trescientos años, pero seguimos habitando un escenario que fagocita a sus habitantes. Si antes era la religión, o su interpretación, ahora es la ley del mercado. Este capitalismo enfermizo que todo lo rige. Todo es presión en el exterior. El Baño del Diablo nos abre los ojos. Se cierne sobre nosotros la sombra reticular del confesionario.

30 de setembre del 2024

Rebel Ridge (2024)


Un artículo de Juan Pais

Es razonable establecer una identidad entre western y thriller, siendo en ocasiones su única distinción la cronológica. Películas contemporáneas como No Es País Para Viejos (No Country for Old Men, 2007) o Comanchería (Hell or High Water, 2016) pueden ser consideradas westerns. También Rebel Ridge. No solo recibe el legado de arquetipos y elementos distintivos del género, también hereda su espíritu.

A Rebel Ridge se la compara con Rambo y Jack Reacher, pero hay referentes aún más ajustados. Conspiración de Silencio (Bad Day at Black Rock, 1955) es una película que puede citarse. Con dirección de John Sturges y protagonizada por Spencer Tracy, narra la fugaz visita de un veterano de guerra a un perdido pueblo donde es recibido con recelo a causa de su vínculo con un vecino desaparecido en unas circunstancias extrañas y comprometedoras para los lugareños.

Terry Richmond también está de paso por Shelby Springs, Luisiana. Allí pretende pagar la fianza de un primo suyo detenido por posesión de marihuana. Sin embargo, la policía incauta el dinero antes del pago, y Richmond se ve obligado a luchar por recuperarlo y liberar a su pariente. En su enfrentamiento progresivamente violento, se evidenciarán las miserias del lugar.

Partiendo de su propio guion, muy bien estructurado y abundante en soluciones ingeniosas, Jeremy Saulnier ofrece un recio thriller/western en el que constata su dominio de la narración, con un diestro manejo de una tensión que se sostiene a lo largo de toda la película. La representación de los paisajes de Luisiana rural, agrestes, casi selváticos, contribuye a definir un adecuado ambiente opresivo. En este aspecto, cabe destacarse la fotografía de David Gallego.

Terry Richmond desborda a las fuerzas del orden de Shelby Springs. Es un ex marine entrenado en artes marciales y se desenvuelve con pericia. Es posible que haya quien considere que se desenvuelve con demasiada pericia, como un superhéroe invencible, pero quienes recuerden a un Spencer Tracy manco dándole una paliza a Ernest Borgnine en Conspiración de Silencio no estarán de acuerdo.

Pero es la fuerza moral el principal activo de Richmond. A la intención inicial de ayudar a su primo y llevarle por el buen camino, se le suma su determinación por combatir la injusticia de la que es objeto. La rectitud de Richmond terminará por inspirar a otros personajes atrapados en la corrupción sistémica instaurada por el sheriff y sus hombres.


Aaron Pierre interpreta a Richmond, imprimiéndole carisma, con una interpretación contenida acorde con la calma tirante de la acción. El resto del reparto está muy ajustado. A Summer, la estudiante de derecho que presta ayuda a Richmond, la encarna AnnaSophia Robb, que aporta luminosidad y pureza a un ámbito viciado cuyo rostro más prominente es el del sheriff Burnne. Don Johnson da vida a Burnne, y lleva a cabo un muy notable trabajo, subrayando la remarcable madurez de la antaño estrella televisiva.

Con Rebel Ridge Jeremy Saulnier confirma un talento que lleva agradando a los cinéfilos desde que en 2013 sorprendiera con Blue Ruin, película que en buena medida anticipa Rebel Ridge. En aquel contundente y árido thriller, un hombre destruido tras el asesinato de sus padres asocia su reinicio vital con la venganza del violento clan que mató a sus progenitores. La ambientación rural, la precisión y el laconismo de la narración y la tensión entre un personaje íntegro pero alienado y una caterva poderosa y hostil son características comunes de ambas películas, al igual que la limpidez moral.

Rebel Ridge tiene un componente sociopolítico evidente, abordando temas como el racismo y el abuso policial, que han emponzoñado la convivencia en USA en los últimos años. Por fortuna, Rebel Ridge es optimista: cree en las personas y en su resolución de seguir un camino recto.

3 de juliol del 2024

Las Aventuras de Jeremiah Johnson (Jeremiah Johnson, 1972)


Un artículo de Juan Pais


Sydney Pollack fue un cineasta singular. Por edad, pertenece a la llamada generación de la televisión, habiéndose formado en este medio con Sidney Lumet, Robert Mulligan o John Frankenheimer. Sin embargo, el éxito le llegó más tarde que a estos compañeros, en los 70s, en plena eclosión del Nuevo Hollywood. Pese a ello, Pollack no suele ser asociado con los cineastas de esta corriente (Spielberg, Scorsese, etc), y eso que sus películas también definieron la década. Probablemente sea debido a que propone un cine comercial pero también inteligente y adulto, accesible al gran público, una suerte de tercera vía. Otra singularidad es que frente a las pretensiones autorales de otros directores de la época, Pollack prioriza la película a su propia tarea, decantándose por el cine de género. Desde thrillers (Yakuza, Los Tres Días del Cóndor), a dramas románticos (Tal Como Éramos, Habana) o comedias (Tootsie).


Las Aventuras de Jeremiah Johnson (en adelante, Jeremiah Johnson, su título original) fue una de las primeras películas importantes de Pollack, y en ella colaboró por segunda vez con Robert Redford, estrella desde Dos Hombres y un Destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid, 1969). Para rodar Jeremiah Johnson, Pollack partía del libreto escrito por el experimentado Edward Anhalt y el entonces pujante John Milius. De todos modos, Pollack y Redford pulieron bastante el guion, abundante en violencia. Hay que tener en cuenta que la vida durante las guerras indias era muy azarosa. Sin ir más lejos, John Johnston, el trampero en el que se basa Jeremiah, era un tipo mucho más brutal de lo que vemos en la pantalla. Le llamaban Liver-Eating.

Jeremiah Johnson está impregnada del sentido de la épica de John Milius. En la primera escena es presentado el personaje como una suerte de héroe audaz y misterioso: "Se llamaba Jeremiah Johnson, y cuentan que quería ser un hombre de la montaña. Dicen que era un hombre de gran ingenio y espíritu aventurero. Nadie sabía de dónde procedía, ni aquello parecía importar a nadie. Era un hombre joven, y las leyendas de fantasmas no le asustaban lo más mínimo. Buscaba un rifle Hawken del 50 o mejor; tuvo que contentarse con uno del 30, pero ¡qué diablos! era un auténtico Hawken. Después compró un buen caballo, cepos y todo el equipo necesario para vivir en la montaña, y se despidió de la vida que pudiera haber en el valle". No cabe duda de que se trata de un texto muy sugerente que invita a entrar en la película con buena disposición.


En las montañas Jeremiah no estará completamente solo; allí se topará con un curioso paisanaje. El veterano Will Geer interpreta a Bear Claw, un veterano cazador de osos que le prestará ayuda en sus inicios en la montaña con sabios consejos, como también lo hace el estrafalario Del Gue (Stefan Gierash), que indirectamente le atribuye una aureola de guerrero entre los indios. Una mujer enloquecida (Ally Ann McLerie) tras haber sido su familia masacrada por los indios le ruega a Jeremiah que se lleve a su hijo Caleb (Josh Albee) con él. Llega un momento en que Johnson se encuentra acompañado de una mujer india, Swan, hija de un jefe indio, y de Caleb, formando una suerte de familia. Puede parecer que está abocado a vivir acompañado, aunque huya de la sociedad. Pero es un espejismo. El verdadero destino de Jeremiah Johnson es la soledad.

Pollack narra la integración del personaje en su nuevo entorno, un proceso arduo, muy físico y sacrificado. Para reflejarlo era fundamental la autenticidad. Sin ella, esta historia de supervivencia no hubiera resultado creíble y la película habría fracasado. Jeremiah Johnson es, ante todo, una historia de amor entre este personaje y la naturaleza. No son las duras condiciones de vida lo que perturba su paz, sino otros hombres. Los indios crows, enemigos de los blancos que penetran en su territorio (los cabezas lisas son más amistosos). Es inevitable el enfrentamiento, ensombreciéndose la película considerablemente en una espiral de locura y violencia. Ha de destacarse el trabajo del montador Thomas Stanford, apreciándose su talento en las escenas violentas, dinámicamente editadas.


Sydney Pollack crea una atmósfera que combina la épica con el realismo, o más bien, naturalismo, y para ello cuenta con la fotografía de Duke Callaghan, que refleja certeramente la exuberancia de los paisajes en diferentes estaciones, desde la calidez de los veranos a la crudeza de los inviernos, algo que redunda en la fisicidad de la película. La música de Tim McIntire y John Rubinstein, de aires folk, también colabora en la creación de ese clima.

Rodada en 1972, Jeremiah Johnson está imbuida de filosofía hippie, principalmente, el rechazo de la sociedad capitalista y la atracción por la sencillez de la vida rural, de su dignidad frente a la mezquindad de un mundo regido por el mercantilismo. El cine del Nuevo Hollywood, movimiento en el que Sydney Pollack encaja chirriando, como hemos visto, recogía esos principios, modulados por anteriores corrientes europeas, captando la rebelión de una juventud que renegaba de la hipocresía de sus mayores. En el género western, en el que se integra Jeremiah Johnson, surge un interés por personajes que se pueden considerar antihéroes y que en el cine clásico asumían roles negativos, como los bandidos. El rebelde Jeremiah es un ejemplo de ese tipo de personaje. También su naturalismo es propio de western 70s.


Sydney Pollack se muestra pesimista relatando la vida salvaje. Y no porque evite su edulcoración, describiéndola como un territorio esplendoroso pero inhóspito con sus propios y difíciles códigos, sino porque anticipa el fin de la frontera, esa tierra de nadie en la que el progreso colisiona con lo primitivo y agreste, exponentes estos de pureza. Veinte años después, Kevin Costner filmará Bailando con Lobos (Dances with Wolves, 1990), película deudora de Jeremiah Johnson. En ella el teniente Dunbar solicita permiso para viajar a la frontera "antes que desaparezca", palabras que podrían haber sido pronunciadas por el personaje de Robert Redford.

Al inicio de Jeremiah Johnson, este se encuentra con un indio que parece escéptico ante el recién llegado. En su encuentro final, un saludo es un parco pero sincero gesto de aceptación. No sabemos si Jeremiah ha encontrado la paz, pero es innegable que se ha convertido en un hombre de las montañas.

8 de maig del 2024

Civil War (2024)


Un artículo de Juan Pais


Lamentablemente, vivimos un presente muy turbulento, una constante en el siglo actual. En Estados Unidos la agitación es especialmente acusada. La administración Trump (2016-2020) resultó muy controvertida y polarizó a la sociedad norteamericana, un problema aún no resuelto. Es por ello que Civil War propone un futuro tan posible que parece tener una ambientación contemporánea.

Las llamadas Fuerzas Occidentales de California y Texas se han sublevado contra el gobierno federal, al que en su imparable ofensiva van empujando hacia el este. La fotógrafa Lee Smith (Kirsten Dunst) cubre el conflicto en Nueva York. Es una mujer experimentada pero, por fortuna, la reiterada visión del horror no la ha privado de la sensibilidad ni del sentido común. Además, se siente responsable de la joven Jessie (Caisee Spaney), también fotógrafa, que la idolatra. Junto a ellas se hallan otros colegas: el veterano Sammy (Stephen McKinley Henderson), hombre sabio y sensato, y Joel (Wagner Moura), uno de esos reporteros a los que las guerras han convertido en adictos al riesgo.


En un momento dado, Lee decide que deben dirigirse a Washington para entrevistar al presidente, cada vez más cercado. A bordo de una furgoneta, los cuatro parten desde Nueva York hasta la capital del país presenciando durante el trayecto diferentes sucesos que los sobrecogen. Ante sus ojos, Estados Unidos se ha convertido en un espacio caótico, una tierra sin ley. Nuevamente, una road movie representa un camino metafórico, en este caso, el de la decadencia estadounidense.

Alex Garland, brillante realizador responsable de Ex Machina (2014) y Men (2022) propone una película inquietante y tensa, transmitiendo una permanente sensación de peligro. Narrativamente, es imprevisible. Cuando estamos en una escena no sabemos lo que ocurrirá en la siguiente, pero intuimos que nada bueno. Como ejemplo, la secuencia que comienza jovialmente, con Lee y sus compañeros bromeando con otros fotoperiodistas desde sus respectivas furgonetas, y termina con Jessie aterrorizada dentro de una fosa común y rodeada de cadáveres.


Civil War se suma a la relación de películas sobre reporteros comprometidos, del estilo de El Año que Vivimos Peligrosamente (The Year of Living Dangerously, 1982) o Los Gritos del Silencio (The Killing Fields, 1984). Al igual que sucede en estas, el periodista actúa no solo como testigo de los hechos, sino también como una suerte de reserva moral de un mundo que parece haber renunciado a esta. Cierto es que Lee afirma que la función del periodista es ser neutral y documentar. Pero en realidad su intención no es neutral: sabe que las imágenes se bastaran por sí mismas. La objetividad también puede tener valor moral.

Otro aspecto remarcable es la agudeza con la que se capta el ambiente de locura, y esto no se refiere únicamente a la extravagancia de los periodistas. La guerra significa una suspensión de la cotidianidad de las personas y, en cierta medida, de la sensatez que rige sus vidas. Es significativo que nuestros protagonistas lleguen a un pueblo y entren en una tienda cuya dependienta actúa como si no estuvieran en medio de un conflicto bélico. Puede comprenderse su resistencia a entrar en la espiral de violencia y locura que conlleva la guerra.


No se sabe mucho de esta guerra civil. ¿Por qué comenzó, cuál fue el detonante?¿Quiénes son esas Fuerzas Occidentales de California y Texas?¿Cuáles son sus asideros ideológicos o qué intereses representan? Garland no es explícito. Tampoco lo es con el presidente, al que se quiere ver como una representación ficticia de Donald Trump. Se habla de un tercer período presidencial, algo que indicaría una ruptura de la legalidad, de la supresión del FBI...El espectador debe implicarse para aclarar esa ambigüedad, resultándole seguramente más fácil a los politizados.

Alex Garland ha anunciado que dejará la realización por su descontento con la industria cinematográfica. Es de lamentar esta decisión, pues se trata de director imaginativo y audaz. Cierto es que no siempre funcionan sus ideas. El enfoque irónico en el uso de las canciones de la banda sonora de Civil War puede resultar contraproducente. Sin embargo, es de agradecer que un director asuma riesgos. Esperemos que reconsidere su intención y dirija más películas.