TRINCHERA EN RED LEAF
Un artículo de Carles Martinez Agenjo.
La repetición –de esquemas, patrones, arquetipos– agarra toda la historia del celuloide. Y no la suelta. Su sentido contemporáneo, sin embargo, apela a algo más que al tópico. Ojo. No hablamos de películas donde siempre aparece el mismo héroe o final feliz, sino de pulsiones. De violencia, al fin y al cabo. En ésta profundizamos para abordar Brawl in Cell Block 99, la segunda película del cineasta y músico de heavy S. Craig Zahler. Pero reducirla a este concepto espiral sería, cuanto menos, un error.
El cineasta ha vuelto a Sitges para presentar su nuevo film. Repite, nunca mejor dicho, para certificar, ante quienes gozaron en Sitges 2015 con Bone Tomahawk, que su locura permanece intacta. Su afán innovador, también. Lo percibimos en la textura camaleónica de su ópera prima: un cross-over que utiliza el género como Taylor Sheridan en Wind River: como medio de transporte. Si en su debut, Zahler fusionaba el conflicto entre indios y cowboys con la salvajada gore en un western macabro que evitaba, con ingenio, el déjà vu y las situaciones tipo; en su segundo film como realizador y guionista, este firme refutador del mainstream epidérmico se ha librado del peso del Género. Esto le ha permitido reformular otro, el drama carcelario, enlazándolo con el thriller y entregándose de nuevo al splatter más concesivo.
En esta ocasión, el estadounidense ha contado con Vince Vaughn para encarnar a Brad, un fornido mecánico de pasado oscuro que, tras ingresar en prisión, se impone como único objetivo ceder ante los deseos de una amenaza mafiosa para salvar a su mujer secuestrada y a su hijo, que descansa en su vientre: matar a otro reo.
Como si en una producción de Golden Harvest protagonizada por Bruce Lee se tratara, la propuesta apela –decíamos– a la repetición. En esta ocasión, de la patada, el puñetazo y el crujido de huesos. En otras palabras, la película invoca el festín cómplice para espectadores que nada tienen que envidiar al público del cine exploit de los años 70. Léase: todas aquellas producciones B que conjuraban la vendetta como generosa dosis de trash dionisíaco. Desde Pam Grier hasta el homenaje que Tarantino y Rodríguez le dedicaron al subgénero en 2007 con Planet Terror y Death Proof; propuestas con las que, por cierto, el film de Zahler integraría una buena sesión triple.
Sin embargo, hay algo en Brawl in Cell Block 99 que trasciende su derroche de placer y que le otorga complejidad: ¿cómo puede estar tan cerca y tan lejos de Tarantino al mismo tiempo? Esto sucede desde el momento en que Zahler dosifica y resiste durante buena parte de la trama, apostando incluso por el drama romántico más estático, para eyacular violencia durante la segunda mitad y, especialmente, en el memorable clímax en las mazmorras de Red Leaf que da nombre al film. Y es justo aquí donde la película se aleja, por momentos, de su condición puramente cinematográfica para convertirse en algo hipnóticamente recreativo.
Si el western, apuntamos, ejerce como vehículo de géneros, ¿qué le impide al cine transportar otra clase de entretenimiento? ¿Hasta qué punto se hibrida éste con el videojuego?
Puñetazos de nostalgia
A mediados de los 80, las máquinas arcade vivían una auténtica edad dorada. Un atractivo adolescente que sirvió, además, como estimulante para la jerga púber de una era todavía analógica. En medio de esta efervescencia popular, emergieron expresiones marcadamente estadounidenses como Beat ‘em up!, etiqueta clave para una corriente de videojuegos protagonizados por un matón o brawler. En otras palabras, un yo-contra-el-barrio. Un tipo que se convertía en avatar violento del jugador y tenía como única función eliminar a todo aquél que se opusiera a su desplazamiento horizontal. Todo se reducía, en el fondo, al simulacro de movimiento de un tipo bravo, mediante joystick y botones, en un vórtice de repeticiones tan vicioso como mecánico. Dicho sea de paso, algo parecido ocurría con la cartelera. Los actioners de la época –de Schwarzenegger a Van Damme– eran dignos artesanos del pan y circo. Todos ellos, hipermasculinizados, abocados a la insistente ultraviolencia y, por ende, a la voluntad de perdurar, de dejar huella tras la inexorable muerte.
El alborotador de Vince Vaughn no encaja en el perfil militarizado y todoterreno de los anteriores, pero comparte la misma vocación de leyenda a través del espectáculo iterativo. Esto, añadido a una correcta labor de montaje a través de pasillos, patios y celdas cada vez más insalubres que se suceden como plataformas de un videojuego, insuflan al producto un indudable aroma a aquellas recreativas de 16 bits. Y Sitges, en el fondo, está más cerca de ello de lo que imaginamos. Sólo hay que acercarse al Hotel Meliá de Aiguadolç para descubrir, en el village promocional, justo delante de la red carpet, una serie de máquinas arcade instaladas dentro del stand de Fnac con el único propósito de permitir al visitante avanzar y destruir. Como el brawler de la película. El mismo simulacro. La misma espiral de sangre y resistencia.
Evidentemente, la virtud de Craig Zahler no se reduce al mero clímax sangriento. Ni a la violencia. El plano detalle de una lata aplastada por los neumáticos de un Pontiac al inicio de la trama y el momento en que Brad, el protagonista, destroza el coche de su mujer con las manos manchadas de rabia -pura resonancia del "bonus stage" del Final Fight de SEGA- ¡son toda una declaración de intenciones! Asimismo, Zahler ha preferido puntuar su relato con un combo de eficaces mamporros, antes que salpicar toda la trama con los mismos, por lo que parece estar más cerca de sí mismo que de otras propuestas y directores. Como ya sucedió en su debut, prefiere combinar el ritmo lento con el acelerado, la intimidad con el estallido y la espera con la masacre. Su película, digamos, ni alcanza la hondura dramática de obras como La leyenda del indomable (Cool Hand Luke, 1967) ni la ambición marcial de Redada Asesina (The Raid, 2011). Tampoco lo pretende. Su meta es mucho menor: reproducir la trillada fórmula del drama carcelario con ingente frescura. Perfecta en su discreción y muy recomendable para espectadores de un mundo circense. Los que quieran agregarse y los que llevan tiempo atrincherados en él.