16 d’octubre del 2016

Sitges 2016: Que Dios nos Perdone y The Limehouse Golem

Un artículo de Carles Martinez Agenjo.


Botellas de angustia

Es sabido que, cada mañana del Festival, Sitges despierta con la antológica llegada de King Kong invadiendo la playa de la catedral. El pasado 13 de octubre, sin embargo, el oleaje marino trajo algo más que un simio gigantesco y un puñado de nuevas películas a competición. Una botella apareció flotando sobre las aguas. La ocasión ideal para un ecologista. O para un cinéfilo. Cualquiera de ellos. Incapaces de resistirse al secreto guardado en su interior.

Más que una botella con mensaje, el tercer título de Rodrigo Sorogoyen, su primera gran producción ganadora en San Sebastián a Mejor Guión, se descubre ante los ojos del visitante como un muerto en medio de la playa a primera hora de la mañana. Con todas las preguntas que esto conlleva.


Co-escrita por Sorogoyen e Isabel Peña, el mismo tándem del magnífico micro-thriller-romántico Stockholm (2014), la película Que Dios nos Perdone naufragó en Sitges como la más inquietante de las sorpresas. Con la mejor tradición europea a sus espaldas, sin tópicos románticos de por medio y con un secreto que confesar. ¿Divino o humano? Puede que ambas cosas. El nuevo film de Sorogoyen habla del aquí y del ahora. De las revueltas calles de Madrid hace cinco años. Del 15-M, la visita de Benedicto XVI y la búsqueda de una aguja en un pajar regentado por un violador de ancianas. Pero también es un film que cruza los dedos de las manos con la mirada hacia el cielo nuboso de estos días y se cuestiona a sí mismo ante el Creador. Lo hace, como todas las grandes películas de angustia, con una gran crisis de fe. Se interroga sobre los grandes ideales. La fragilidad inherente a conceptos como Policía, Iglesia y Redención. No necesariamente en este orden. Como si la botella marina encontrada en la playa se acercase peligrosamente a las rocas. Como si el mensaje de su interior corriese el peligro de desaparecer para siempre en las profundidades del Mediterráneo.
Todo ello, con el indudable hedor que desprende una habitación desvencijada con un crucifijo colgado en la pared. Con la misma capacidad de combinar lo hiperrealista con lo trascendental que poseen cineastas del tamaño de Enrique Urbizu en No Habrá Paz para los Malvados (2011), Jacques Audiard en Un Profeta (2009) y Mateo Garrone adaptando al gran Roberto Saviano en Gomorra (2008).

Parecidas, por un lado, a la hora de aunar la mística con la víscera, de enlazar al católico oscuro de Sorogoyen, al mártir outsider de Urbizu, a la gracia divina del árabe arribista de Audiard y al purgatorio suburbial de los chavales de Garrone-Saviano para atraparlos, todos ellos, en un mismo espacio gobernado por la sangre, el vómito y la crueldad. La misma con la que dialogan entre sí. La misma por la que han sido encerrados. Cosas del destino.

Evidentemente, también son, por otro lado, películas distintas desde el momento en que estos tres cineastas radiografían una sociedad, una urbe y hasta un callejón tan indescifrable como dotado de una denominación de origen que separa estos filmes unos de otros. Sean hispanos, galos o italianos.

Sin embargo, el pasado fílmico estadounidense que precede a estos títulos es y será siempre un terreno insoslayable. Como nostalgia o como simple herencia. El dedo ensangrentado de José Coronado sosteniendo el gatillo de una pistola en el film de Urbizu, el montaje paralelo entre el ajuste de cuentas corso y el camino al éxito de Tahar Rahim en Un Profeta, así como el interés en la investigación, antes que en los asesinatos, del film de Sorogoyen, protagonizado por un dúo policial integrado por un tartamudo Antonio de la Torre y un ultra-colérico Roberto Álamo en Que Dios nos Perdone. Todos ellos beben respectivamente de fuentes capitales como A Quemarropa (John Boorman, 1967), El Padrino (Francis Ford Coppola, 1972) y Zodiac (David Fincher, 2007). Ninguna cita que añadir, más allá del neorrealismo, sobre la obra maestra de Garrone: una película clave para diseccionar, desde el ingenio puro y duro, los males de nuestro presente.

Pero volvamos a Sorogoyen. A su Madrid trágica. A la redención pírrica de su desenlace. A la increíble capacidad para el underplay que posee Antonio de la Torre y a un thriller, en definitiva, capaz de rivalizar con cualquier otro. De engastar los códigos del gran cine policíaco en un contexto tan cercano como necesario para el espectador ibérico. Tan impúdico a la hora de mostrar la carne desnuda como elegante y certero a la hora de mantener el pulso de la trama.


Parece que la playa de Sitges ha dado lugar a más de un tesoro flotante. Ya no hay una sola botella. Ahora se divisan varias. Como en aquella fabulosa carta de presentación de la serie Boardwalk Empire, pero con una diferencia abisal. Y es que, a diferencia de la mayoría de propuestas estadounidenses, en España y otras zonas de Europa se prefiere arrancar el glamour del arquetipo, borrando su aura de criminal de primera plana, y cubrir sus historias de mugre con un estilo naturalista que recorre la espalda cuál escalofrío mañanero en el Port d’Aiguadolç.

Hablamos del frío que provoca el cine. Y más concretamente, el thriller. Un género que parece estar viviendo su nueva etapa dorada. Al menos en España. Al menos gracias a títulos como Que Dios nos Perdone o, para citar un último ejemplo, Tarde para la Ira: el sorprendente debut de Raúl Arévalo estrenado este año. Dos botellas para sacar del agua y almacenar en la bodega de los mejores Reserva.


Un malogrado brindis de clausura
Menos sabor y misterio demostró la película que concluyó esta edición. Al igual que la propuesta que inauguró Sitges 2016, Inside de Miguel Ángel Vivas, la nueva película de Juan Carlos Medina, The Limehouse Golem, fue otro paso en falso. O mejor dicho, la decepción del pasado sábado, 15 de octubre: último día de pre-estrenos antes de las maratones orgiásticas del domingo.

Ambas generaron altas expectativas. Ambas parten de trabajos notables y reubican a sus realizadores en una casilla frágil que, bien certifica su imagen de cineasta a seguir, bien supone un traspié en su incipiente trayectoria en la liga del largometraje. Vivas firmó en 2010 la magnífica Secuestrados (2010): una inquietante aproximación formalista a la temática de los acosos domésticos. Y Medina, Insensibles en 2012, una de las mejores revisiones fantásticas de la Guerra Civil que se han hecho desde El Laberinto del Fauno (Guillermo del Toro, 2006). Por desgracia para ambos, el resbalón ha sido considerable. Vivas, por reescribir sin acierto una de las obras más brutales y brillantes del gore europeo, Al Interior (Alexandre Bustillo, 2006), quitándole toda la mala leche y convirtiéndola en una oda a la épica materna tan descafeinada como innecesaria. Medina, en cambio, obedece al cambio de rumbo, a una nueva exploración dentro del ámbito del thriller. En este caso, el de un film instalado en las calles brumosas de la Inglaterra victoriana, de sus leyendas, y misterios, de sus tragedias e historias ahogadas.


El detective Kildare, enésima revisión del eterno Sherlock Holmes interpretada por el ducho Bill Nighy, deberá atrapar a un asesino conocido como el Golem de Limehouse para salvar su reputación en Scotland Yard. Su gran objetivo, sin embargo, tendrá el peso de una salvación. Encarnada por Olivia Cooke, Lizzie, una joven acusada del último de los asesinatos cometidos por el Golem, confesará su pasado al protagonista, a pocos días de su ejecución, para desplegar una segunda trama paralela, repleta de flashbacks sobre su tortuosa vida.

Sin duda, Limehouse, una zona ubicada en el distrito londinense de Tower Hamlets, embriagada por la niebla nocturna del Támesis, le va como anillo al dedo a Medina y a su guionista, Jane Goldman, a la hora de adaptar la novela del reputado Peter Ackroyd que da nombre a la película. El clasicismo de su atmósfera y su cuidado por la ambientación histórica del siglo XIX se ajustan a un texto de marcado estilo británico, cargado de múltiples capas narrativas. Las conjeturas y falsas pistas impregnan un relato donde no podían faltar algunas gotas de humor inglés. Discretas y elegantes.


Sin embargo, este nuevo tándem hispano-británico formado por Medina y Goldman no consigue mantener al espectador inmerso en el mágico velo de las calles de una época tan moldeada por multitud de miradas que, para citar un ejemplo perfecto, van del cine a cómics como la obra maestra From Hell de Alan Moore. En otras palabras, The Limehouse Golem pierde fuerza en el ritmo, las secuencias de asesinatos imaginadas por Kildare se tornan repetitivas, el desenlace previsible y la aparición estelar del mismísimo Karl Marx como sospechoso introducido en la narración deja al espectador con el apetito que despierta el último canapé de una bandeja. Su presencia, tan sorprendente como efímera, podría haber otorgado una nueva dimensión –filosófica, intelectual y original, al fin y al cabo– a un esquema mil veces usado: el procedural.

Resulta inevitable pensar en whodunits como la reciente Los Odiosos Ocho (Quentin Tarantino, 2016). Más allá de sus evidentes diferencias de contexto, tono y estilo, la creatividad es una arma que Medina no ha sabido aprovechar, apostando por una película poco arriesgada, de inofensiva puesta en escena, incapaz de rivalizar con títulos eternos que pedían a gritos una revisión, como El Ladrón de Cadáveres (Robert Wise, 1945): un ejemplo de que la atmósfera malsana puede ser únicamente la herramienta para activar el delirio más expiatorio. El mismo que le falta a The Limehouse Golem.


Por desgracia, la película certifica lo que el seriéfilo ya sabía. Actualmente, la buena intriga se sirve en manos de la televisión británica, de trabajos tan mayúsculos como Sherlock y Black Mirror, de pequeños gigantes como Zeppotron y BBC. No de traducciones externas al legado inglés como la de Juan Carlos Medina, un cineasta que no haría mal en seguir hurgando la herida ibérica. Un cineasta que necesita girar de nuevo el timón. Rumbo a una nueva edición de Sitges con reencuentros y aplausos. Con secretos tan bien embotellados que provoquen el mejor de los mareos.