El navío Aréthuse partió el 3 de julio de 1639 desde el puerto de La Rochelle. Tras una parada para recoger cargamento en Brest, inició la travesía del Atlántico. El infernal viaje, salpicado por las inclemencias meteorológicas que ocasionaban incontables mareos en todos aquellos jóvenes poco habituados a la navegación, sirvió al menos para trabar amistades entre ellos que después serían provechosas. Todos eran jóvenes de entre quince y veinte años, de extracción humilde, con pasados aciagos y porvenires aún más oscuros pero, en todos ellos, florecía un espíritu de rebeldía. Les dominaba la convicción de que en algún lugar las cosas podrían ser diferentes y, por fin, podrían encontrar un destino fructífero para el resto de sus vidas. La promesa de nuevas tierras y oportunidades había seducido a aquellos chicos aunque era precisamente su inocencia lo que más interesó a los reclutadores. La verdad se conocería años después.
Cuando empezaron a remontar el río San Lorenzo y llegaron al asentamiento de Québec, sintieron una gran sensación de liberación. Podían dejar atrás las infernales condiciones de vida en el barco y disfrutar de mejores alimentos y de mayor limpieza. Pero, además, se encontraron con un escenario conmovedor: una tierra vasta con bosques densos cuya verdor eclipsaba la vista. Esos primeros tiempos en Nueva Francia fueron los mejores.
Tras un mes de adaptación trabajando en la siembra de campos y recolección de cultivos, Jean Fournée-Fayard, capitán de los coureurs des bois, les instruyó en su misión. Se les dividiría en múltiples grupos y se repartirían entre varias tribus de Algonquinos, Hurones, e Innus. Allí permanecerían durante dos años, tras los cuales regresarían al cuartel de Québec y guiarían a los nuevos colonos hacia las parcelas que los administradores de tierras estaban preparando. Serían un enlace permanente con las comunidades nativas y se dedicarían a garantizar la buena convivencia. Incluso estaba previsto que organizaran encuentros de colonos e indígenas para favorecer la integración.
Los cincuenta muchachos que se habían embarcado en La Rochelle fueron destinados a más de veinte poblados. Los indígenas ya les esperaban aunque habían advertido a las autoridades que serían pacientes pero exigentes con ellos en cuanto al trabajo a realizar y al respeto de las costumbres ancestrales. Arnaud y su compañero de Chinon, Sebastien Bourg, fueron enviados a un poblado Innu cercano a la zona del río San Lorenzo, donde en 1642, se fundaría el asentamiento de Montréal.
La integración fue dura pero los dos muchachos vivieron una experiencia sin igual. Además de aprender las costumbres y la lengua local, también fueron instruidos en el combate por primera vez en sus vidas. Los Innus les enseñaron a cazar y a defenderse en el bosque. Aprendieron a orientarse y a luchar por su vida. Conocieron la dureza del invierno y el despertar expansivo de la naturaleza tras un largo letargo. Se familiarizaron con la flora y la fauna, fundiéndose en un vínculo con los indígenas que casi llegaron a asimilarlos en su tribu. Cuando, dos años después, Fournée-Fayard apareció en el poblado, se encontró con dos jóvenes a los que ya era difícil reconocer, ataviados con las pinturas y los ropajes tribales y capaces de blandir un hacha y un puñal como si hubieran nacido entre "salvajes".
Asumieron que debían seguir su camino como puente entre dos culturas y, con esa concepción, marcharon hacia Québec. Durante dos años más, se dedicaron a la función encomendada y guiaron a muchas familias de colonos hacia sus nuevas tierras. Pero el conflicto con los Iroqueses se recrudecía y la presencia militar aumentaba de forma constante. Incluso los coureurs recibieron adiestramiento con armas de fuego por si debían defenderse de ataques en sus rutas hacia el Oeste. Pero la narración de los hechos se detiene en este momento. Poco se sabe de Blanchard a partir de 1643. Con el tiempo regresó a Francia y, afligido por lo que había vivido, acudió a un Obispo en busca de consuelo. Fournée-Fayard conocía al Obispo de Nanterre, Bernard Antibes, desde hacía mucho tiempo y le escribió meses antes para que le concediera la posibilidad de oirle en confesión. Blanchard, violando el secreto de confesión, transcribió la conversación días después. Y gracias a ello, ahora podemos conocer qué ocurrió en sus últimos años como coureur:
"- Ilustrísima, no puedo sino admitir que mis múltiples pecados me atenazan hasta la extenuación. Creo que nunca dispondré de un momento de paz en lo que me queda de vida.
- Hijo mio, debes exorcizar tus demonios internos, sacar fuera esa pesada carga. Te encuentras ante alguien que es capaz de perdonar más allá de todo lo imaginable.
- Pero... ¿hasta qué punto puede Dios perdonar? No pongo en duda su magnanimidad pero lo que yo he hecho, en lo que he participado, no creo que pueda ser escuchado por nuestro señor.
- Ábrete al perdón de Dios, hijo mío. No existe otro camino! Has llegado hasta aquí y debes concluir, hoy tendrá que terminar tu sufrimiento. Explicad sin miedo y dejad salir la pesadumbre que os aflige.
- Como desee su señoría. Debo responder a la enorme necesidad que siento de liberarme, sea cual sea el veredicto de nuestro señor. Todo sucedió en un largo periplo aunque, tal como lo explicaré, parecerá que ocurrió de una forma más concentrada.
A principios de otoño de 1643, fui movilizado por la milicia colonial de Nueva Francia en el territorio meridional del Río San Lorenzo. El general Saint Claire, siguiendo órdenes precisas del Gobernador Montmagny, quería expulsar a los Iroqueses de la región para que el territorio fuera más seguro para los colonos. Yo había concertado varios acuerdos de convivencia, con Algonquinos e Innus, durante los tres años anteriores. Pensaba que me llamaban más hacia el norte para cumplir la misma misión. No comprendía el alcance de mi equivocada presunción.
Lo que quería Saint Claire era formar una milicia de castigo y expulsión, no deseaba que sus tropas se mancharan los uniformes en una misión sucia e inmoral. Situó a dos de sus lugartenientes, Rampand y Fragonard, para dirigir las operaciones mientras la tropa estaba formada por carniceros, tramperos, sinvergüenzas, borrachos, y civiles segundones con experiencia en armas. Yo pertenecía a este último grupo.
Pronto fuimos conscientes de lo que nos venía encima aunque éramos pocos en esa turba los que aún teníamos algo de conciencia.
Muchos de los Iroqueses habían emigrado ya hacia el oeste pero quedaban pequeños núcleos belicosos en las montañas de la ribera norte del río. Una aciaga noche de noviembre, tras un mes rastreando montañas y sufriendo un frío que te helaba las entrañas, Fragonard nos ordenó quemar y destruir un poblado. Primero pensé que estaba casi desierto pero las llamas que empezaron a inundar el enclave pronto desataron un ruido que nunca pensé tener que escuchar... el grito desgarrador de mujeres y niños mientras se quemaban vivos.
La imagen de esas personas tratando de escapar, sumidos en llamas, destrozó mi alma. Tuvimos que rematarlos para que dejaran de sufrir y para ello ya no tengo palabras. Una mujer que había escapado de las llamas fue capturada junto a su hijo. La ataron junto al carromato y se dijo que la llevaríamos hasta nuestro campamento. Rampand dijo que al niño no lo necesitábamos para nada y me ordenó que lo ejecutara. No podía hacerlo, no era capaz, pero Rampand, al ver mi actitud, me encañonó con su trabuco y me dio cinco segundos para apuñalar a un niño que apenas tendría cuatro años. Según él, ésta sería la prueba de mi fidelidad a la misión y a la corona. Recuerdo esa forma de contar por parte de Rampand, la expresión llorosa del niño y los gritos desgarradores de la madre, nunca he vuelto a oir semejante sollozo, fue terrible. No tuve más remedio, señor obispo. Tuve que rajar el cuello de ese ser inocente porque soy un cobarde. Porque tenía que haberme lanzado sobre Rampand y aceptar mi muerte. Pero quería vivir, quería prolongar una miserable existencia matando al ser más inocente del mundo en presencia de su madre.
En los días siguientes la mujer fue violada en repetidas ocasiones y no llegó viva al río. Todo era una simple excusa para matar de la forma más indigna posible. Sé que Fragonard murió en combate un año después pero puedo asegurarle que, si alguna vez vuelvo a cruzarme con Rampand, le destriparé y le cortaré el cuello. Y asumiré las consecuencias íntegras de mis actos, esta vez sí.
El invierno llegaba con fuerza y fuimos licenciados hasta la primavera. Pasé aquellos meses enfrascado en la bebida, de taberna en taberna. Traté de escapar, de enrolarme en un barco con destino al Caribe o a algún otro lugar donde perderme pero me advirtieron que, como prófugo y desertor, nunca dejarían de buscarme y que muchos otros que pensaron lo mismo ahora se pudrían en lugares como la Isla del Diablo, una colonia penal en la Guyana.
Resignado y miserable, volví a la partida en abril con noticias de que uno de los jefes tribales había regresado para castigar a los franceses por lo que hicimos. Aún recuerdo las palabras de Fragonard: "Quiere sangre ajena pero nosotros le haremos probar la suya".
Y así fue, pasamos semanas arrasando y matando a quien nos encontrábamos. Los escopetones hacían estragos en los nativos, teníamos bajas pero siempre llegaban más patanes para cubrir el hueco. Cuantas veces deseé ser uno de los caídos!!!
Acabé insensibilizándome, me convertí en un asesino sin conciencia, era la única forma de mantenerse vivo. Mataba con hacha corta, espada, puñal, con trabuco, pistolón.... Una vez acabamos con una horda tribal y terminamos completamente bañados en sangre. Es un milagro que siguiera con vida, nunca entenderé por qué nuestro señor lo consintió. A finales del verano habíamos destruido todos los núcleos de resistencia. Saint Claire liberó la zona y declaró que la región de Montréal se hallaba libre de amenazas "incivilizadas". Formó varios regimientos que partieron hacia el Oeste pero a mi me otorgaron la licencia definitiva.
Durante un tiempo, me dediqué al negocio de la venta de tierras pero cada día deseaba alejarme de ese lugar en el que, noche tras noche, seguía oyendo los gritos de niños y mujeres inocentes a los que matamos salvajemente.
Hace tres meses, reuní el dinero suficiente para el pasaje de vuelta a Francia y partí en el primer barco que salía hacia Brest. Llevo poco más de un mes en París. El cambio de escenario me ha ayudado pero no ha calmado mi desdicha. Sé que estoy condenado para el resto de mis días."
Tras este demoledor testimonio, cierro la investigación que he publicado a lo largo de tres artículos. Conseguí saber que el Obispo Antibes, poseedor de importantes vínculos políticos, se apiadó de Blanchard y lo reclutó como "Espina". Recibían este nombre una especie de operativos encubiertos que se dedicaban a espiar e informar acerca de actos subversivos contra la corona. Pero nada más se conoce. Quizá volvió a Orléans y se enfrentó a sus hermanos o localizó a Rampand, ¿quién sabe?
En cualquier caso, su experiencia de vida es representativa de un periodo histórico y el demoledor testimonio es una prueba más de la crudeza que siempre acompaña a estos procesos violentos de colonización.
Precedido por:
Los ecos de Arnaud Blanchard (I)
Los ecos de Arnaud Blanchard (II)